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Mierda para todos

Juan José Millas

Juan José Millas

Me comentan que en las redacciones de algunos periódicos hay un panel semejante al que en los aeropuertos proporciona información sobre los vuelos. En el de las redacciones figuran los diez o quince artículos más leídos del día, de modo que los redactores ven si el que han escrito ellos aparece o no en esa especie de cuadro de honor. Como es lógico, el orden cambia continuamente, como en el de los aeropuertos. El artículo más leído a las 15:40 puede haber desaparecido a las 17:15 empujado por uno que acaba de entrar. Es difícil saber por qué un texto fracasa o tiene éxito desde el punto de vista de la cantidad de usuarios. Pero hay una cosa segura, y es que lo escatológico funciona. Una pieza titulada, por ejemplo, Mierda para todos está condenada a triunfar. Será pinchada por cientos o miles de lectores, aunque ninguno acabe de leerla. A la mayoría de los adultos continúan gustándole las versiones para mayores del «culo, caca, pedo, pis» de los niños.

No estoy muy seguro de la utilidad de esos paneles, si de verdad existen. Fijándose en ellos, uno puede ir deslizándose, consciente o inconscientemente, hacia aquellos asuntos o nomenclaturas que garantizan un puesto en el panel. Puede ir uno deslizándose, en fin, hacia la mierda. Hay, por cierto, muchas clases de mierda. Si usted escribe sobre Marichalar, por ejemplo, provocará la atención de numerosos lectores. Marichalar, en fin, vende, como venden sus hijos, Froilán o Victoria Federica. Resulta difícil decir algo interesante de ellos, y aquí reside parte del misterio, pero lo cierto es que la gente entra en sus vidas igual que los consumidores en los grandes almacenes el día que se inauguran las rebajas.

Las listas, en general (sean de los libros más leídos o de los discos más escuchados) tienden a esclerotizar el gusto. En mi clase no había ningún niño que no quisiera aparecer en el cuadro de honor, excepto yo. Pero no lo hacía por originalidad, sino porque me parecía un sueño irrealizable, dadas mis carencias. Con el tiempo, he llegado a pensar que aquella renuncia, aunque dolorosa, constituyó una conquista de orden moral. No vale la pena salvar la vida al precio de mimetizarse, sobre todo si te tienes que parecer, como en el caso de algunos gusanos, al excremento del pájaro por el que temes ser comido.

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