Todo por escrito

Sentido arácnido

Gema Panalés Lorca

Gema Panalés Lorca

Cuando vivíamos en Londres, mi compañero de viaje (ahora, mi Santo) y yo nos subimos a un autobús en Oxford Street. Iba prácticamente vacío, así que decidimos sentarnos al final del todo, en la parte derecha del vehículo. Estábamos hablando a saber tú de qué cosa, cuando me dijo: «Gema, vamos a cambiarnos de sitio».

   Yo, que soy bastante pasota y confiada, ni le pregunté por qué. Simplemente nos levantamos y nos mudamos cuatro filas más adelante. No pasaron ni dos minutos cuando sentimos un fuerte estruendo que frenó el vehículo seco: al cambiar de carril chocamos contra un camión. El impacto dio de lleno en la parte trasera y destrozó el ventanal junto al que estábamos sentados segundos antes. Los cristales volaron hacia dentro como proyectiles.

No sé por qué mi compañero de viaje decidió que nos cambiásemos de asiento en el último momento. De hecho, a día de hoy, ni siquiera él lo sabe. Recuerdo que, tras el susto, giramos la cabeza, vimos el estropicio (todo lleno de cristales del tamaño de puñales) y nos miramos. «¿Qué acaba de pasar?», nos preguntamos telepáticamente.

Tiempo después, también en Londres, me rompí el brazo de la manera más tonta (lo conté esté verano en el artículo El último gin-tonic). Un par de semanas más tarde, en una revisión rutinaria en el hospital, me comunicaron que había algo que no marchaba bien (o, al menos, eso entendí, porque mi inglés era peor que el de Ana Botella). Me aislaron en una habitación, un enfermero vino a hacerme un electro y me dijeron que tenían que ingresarme inmediatamente para operarme.

Ante mis insistentes preguntas (de repente, hablaba mejor inglés que el profesor Vaughan), el enfermero llamó al médico, un señor hindú que me rehuía la miraba y cuyas explicaciones resultaban algo vagas, pero que me miró de manera firme y amenazante para decirme esto: «Sé que estás sola y asustada, pero hay que operarte hoy mismo. Si dejas pasar más de 24 horas, el hueso se soldará y tendré que rompértelo yo mismo de nuevo».

No era el miedo lo que me impedía meterme en el quirófano (lo dicho, tiendo a fluir y soy confiada), sino la sospecha de que aquella operación fuese realmente necesaria. Justo en aquel momento estaba releyendo Madame Bovary. Iba por el capítulo en el que Charles, el marido de Emma y médico del pueblo, se empeña en realizar una cirugía experimental a un vecino con un pie torcido. La innecesaria operación resulta ser tan torpe y desastrosa que la pierna se gangrena y hay que amputarla. Aquel estremecedor pasaje irrumpió con tal fuerza en mi mente, que decidí irme del hospital. Días después, un segundo y tercer médico confirmaron mi intuición: mi brazo estaba bien, no necesitaba cirugía.

Con respecto al episodio del autobús, mi compañero dice que, probablemente, fuimos nosotros –sin querer- los que provocamos el accidente, ya que, al cambiarnos de sitio hacia delante, hicimos que el conductor calculara mal la distancia en la que acababa el autobús y por eso chocamos contra el camión. Quién sabe. También es posible que, en realidad, fuese solo el miedo lo que me llevase a cuestionar a aquel médico y no el providencial pasaje que Flaubert escribió en 1856. Quizá.

De lo que estoy segura es de que no solo los superhéroes tienen la habilidad de intuir el peligro. Todos tenemos un sentido arácnido, una sensibilidad especial, que nos permite percibir y analizar los estímulos externos e internos con precisión y rapidez, cuando la situación lo requiere. Lo importante es estar en sintonía con esa intuición que nos mantiene alerta cuando nos sobrevuelan las balas.