Punto de vista

Tuteando a Pérez-Reverte

Héctor Uroz Rodríguez

Héctor Uroz Rodríguez

Si tuviera que defender una causa, me gustaría contar con Pérez-Reverte pegado a mi espalda, en la trinchera. Siento absoluta debilidad por aquellos que dominan el arte de la argumentación. También por el intelectual con el culo pelado por la fricción del tren de la vida, en su penúltima estación, ya sin presiones. Y, sobre todo, por quien, no pensando como yo, me obliga a apuntalar mi arquitectura ideológica.

Este es, en cierto modo, un escrito que me ha inspirado la última columna leída de Arturo Pérez-Reverte, Tuteando A Watson (Zenda, 02/03/2023), de ningún modo una réplica a aquella (no soy lo suficientemente joven para creerme tan digno). Porque su autor, como mínimo, siempre lleva algo de razón. Incluso para los que os enfadáis con sus ensayos (reconocedlo os hará mejores). Pero, al mismo tiempo, se ha erigido en estandarte (y qué estandarte) de un discurso de lo más tóxico y, en términos históricos, errático.

Como historiador y ciudadano (esto último en su acepción tradicional, no la de los zombis anaranjados) me declaro totalmente alineado con la denuncia a la delirante censura sobre las obras del pasado. Y ya no hablo de rescribir las discusiones matrimoniales de los Epigramas de Marcial (mierda, yo dando ideas), que tanto nos dicen sobre el patriarcado romano, sino de los ‘cuentos infantiles’ de Roald Dahl o las primeras animaciones de la factoría Disney.

Pero hay un error de base, más visceral que erudito, que tiene lugar al mezclar estos arranques de estulticia anglosajona con otras cuestiones relativas a la falta de rigor en la representación del pasado desde nuestro 2023, o a la manida ‘inclusión forzada’ de etnia y género, macerando todo ello en una suerte de orza de pálido caldo. Negar la estupidez y negligencia en la forma en que algunos, desde la izquierda más superficial, tratan de promover el progreso social, entraña el mismo peligro que no preocuparse por lo que hay detrás de la legión de ofendiditos por la ‘contrarreforma woke’ (no se tome este párrafo por equidistante, prefiero estar junto a los primeros y educarlos en estrategia, que oler a morcilla en salsa blanca).

Querido Arturo: todo lo que encuentras erróneo en la nueva narrativa histórica audiovisual, como sus fallos de ambientación y tono, ya existía, a su manera, en el Hollywood dorado que veían los hijos que hablaban de usted a sus padres. La ficción histórica, sea en papel, en celuloide o en HBO, no vale para conocer el periodo que trata (si acaso, para despertar vocaciones). Sirve como fuente de su presente. Y como proyección de sus valores. Es tan aberrante cambiar párrafos de un libro de Matilda como natural adaptar el lenguaje en las obras actuales (traductores traidores) o introducir la representación de minorías de diversa índole, normalizando referentes. Un tío blanco, rubio y hetero con un pene de tamaño normal no debería molestarse por una Campanilla negra en la próxima película de Peter Pan.

Por supuesto que el (buen) conocimiento de nuestra historia es imprescindible. A mí me lo vas a decir. Pero este no se encuentra en las series históricas de 2023, como no estaba en el Espartaco de Kubrick/Douglas, lleno de gazapos y, ante todo, documento privilegiado del postMacartismo. En cambio, la narrativa de hoy (ambientada en el pasado o en el Saturno del siglo XXV) nos define en lo que somos y queremos ser. Palabra de historiador, no de novelista. La falta de valores reside, entre otras cosas, en indignarse porque un puñetero elfo tenga la piel oscura. Y el déficit de cultura y educación, en no saber identificar y manejar el registro adecuado para cada momento.

A mí me nace tratarle de usted a Arturo Pérez Reverte (y lo haré en privado, si alguna vez tengo el placer de conocerle). Pero ese ‘Don’ que suelen acompañar a su nombre de pila aquellos de sus seguidores se indignan con los afroaristócratas de Los Bridgerton, me alinearía, en este presente, con un perfil en el que no encajo (Dios me libre), de individuos que jalean un discurso que, en forma y fondo, no hace ningún bien a la cultura.

Me dirigí casi toda mi vida a Coarelli, mi codirector de tesis, amigo de la familia y eminencia sideral, como ‘professore’. No le llamé Filippo hasta que me contrataron como docente (y, aun así, todavía hoy, lo hago con la boca pequeña). Mis alumnos se dirigen a mí de diversas formas (en privado prefiero no saberlo). Formas que evolucionan a lo largo del curso.

La historia, que es lo que yo les enseño, es cambio.

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