Todo por escrito

El fin del amor

Gema Panalés Lorca

Gema Panalés Lorca

Vargas Llosa se ha pronunciado sobre su ruptura con Isabel Preysler: «La experiencia se vivió y ya está». Así ha zanjado el Nobel de 86 años los siete años de amor que ha compartido con nuestra ‘reina de corazones’. Ella, por su parte, ha contraatacado en el Hola: «No voy a permitir que se metan con ninguno de mis hijos» (según la socialité, el escritor se habría burlado de Tamara Falcó en su relato Los Vientos).

Las dos canciones que más suenan (y facturan) en todo el mundo son las de Shakira y Miley Cyrus. Ambas tienen como tema central la ruptura y el despecho. En nuestro país, el programa de la tele que más da que hablar en las redes es La isla de las tentaciones, un reality en el que el espectador alcanza el éxtasis audiovisual cuando uno de los concursantes le pone los cuernos a su pareja (es desolador, pero adictivo).

Las rupturas tienen algo atávico que nos atrae como la luz a una polilla. Lo patético nos incomoda, pero también nos empuja a querer saber más, a hurgar en la herida. Ante el desamor, nos convertimos en espectadores ávidos de detalles morbosos.

Vargas Llosa ingresaba este jueves en la Academia Francesa y se convertía en flamante ‘inmortal’. Sin embargo, lo que pasará a la historia (en Google) no serán las referencias a Balzac, Stendhal o Zola de su discurso, sino que lo suyo con la Preysler fue «un enamoramiento de la pichula» (‘pene’ en Perú y Chile, según la RAE), como él mismo ha escrito en ese último relato que ha levantado vientos y tempestades.

Cuando pienso en la curiosidad malsana que nos caracteriza, me viene a la cabeza un alumno de Primaria que tuvo mi padre en Torreagüera. Mi padre (el maestro) solía contarles a los niños un cuento al final del día. Nuestro protagonista, que era el crío más revoltoso de la clase (por no decir un demonio), solo se estaba quieto durante ese rato. Un día mi padre narró un romance entre un príncipe y una princesa, que concluyó con el clásico «y fueron felices y comieron perdices», a lo que este inquieto alumno de ocho años respondió: «¿Pero se la folló, maestro? ¿Se la folló?». Muy propio de la generación Z.

Dice el filósofo Byung-Chul Han que hoy la pornografía ha sustituido al erotismo y que «el amor está amenazado o tal vez muerto». Y es que el cortejo y los finales felices nos aburren. No tenemos paciencia para eso. Lo que nos mueve y cautiva, lo que consagramos a la categoría de viral, es el fin del amor. Queremos ver la muerte de Eros retransmitida en directo, y como en el porno, que la escena sea de naturaleza explícita, obscena, ruidosa y vaya directa al grano.

Las sonadas rupturas de los famosos nos interesan porque reflejan nuestra sociedad del ‘poliamor’, en la que los potenciales amantes se multiplican y las relaciones se suceden a un ritmo vertiginoso, lo que destruye los vínculos duraderos y alimenta la inflación del ‘yo’. Nuestra vida sexual nunca fue tan ilimitada y, al mismo tiempo, tan fugaz.

Desmond Morris señaló en su libro El mono desnudo (1967) que los homo sapiens sofisticamos la cópula, aceptamos ciertas restricciones sexuales por el bien de la evolución y creamos la facultad de enamorarnos; un sistema socio-sexual que el zoólogo británico pensaba que sobreviviría con éxito a los avances tecnológicos. «El mono del espacio», escribió, «sigue llevando en la cartera el retrato de su mujer y sus hijos, mientras navega a toda velocidad con rumbo a la Luna». Hoy me temo que ese mono desnudo navega en el metaverso con el smartphone en la mano, mientras hace ‘match’ en el Tinder.

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