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Clásicos

Si he disfrutado de algo a lo largo de mi vida ha sido, entre algunas otras cosas, del cine. Y aunque lo aprecio a través de cualquier medio o plataforma, reconozco mi debilidad por la gran pantalla. Ir al cine siempre ha supuesto, para mí, mucho más que entretenerse con una buena película. Es un ceremonial, con su propio protocolo, en el que me ha gustado regodearme. Desde la elección del pase o la compañía, la oscuridad de la sala y volumen envolvente de la misma, hasta los comentarios posteriores a la sesión haciendo de aficionados críticos de cine.

Aún recuerdo cuando, durante mis años en Madrid, acudía semanalmente a alguna sala de la capital y en la mayoría de ocasiones lo hacía incluso en solitario. O cuando descubrí en los bajos de la Facultad de Ciencias de la Información, en la que estudiaba, una videoteca con un extensísimo repositorio de obras de todos los tiempos que podía visionar in situ gracias a pequeños y antiguos televisores con auriculares. Allí pasé muchos ratos muertos entre clase y clase y conocí y descubrí a grandes clásicos del cine que habían sido auténticos desconocidos para mí. Entre ellos el que se convirtió en mi director fetiche por mucho tiempo y que fue uno de los iniciadores y principales representantes de la Nouvelle Vague: Truffaut.

He de reconocer que, para entonces, mi cultura cinematográfica ya era quizás más rica que la de algunos compañeros, sobre todo si hablábamos de películas de otros tiempos, pues mi padre en esto también nos hizo, a mi hermana y a mí, de mentor.

Así, con poco más de 15 o 16 años ya habíamos disfrutado de piezas en blanco y negro como Casablanca, La fiera de mi niña, Que bello es vivir, Gilda o Matar a un ruiseñor. Y lejos de espantarnos este formato, sin color, aprendimos a apreciarlo. Algo que, por lo que vengo observando, no ocurre con los jóvenes y los adolescentes del momento.

Pero no es solo la escala de grises lo que niegan o rechazan sino, en general, la producción de otro tiempo que consideran anticuada, obsoleta y técnicamente deficiente. Sin embargo, en esta negación se están perdiendo los grandes referentes de la cinematografía de los que se nutre y alimenta la actual producción.

De este modo, la mayoría de chavales jamás han oído hablar de Rebeca, Lo que el viento se llevó, Ben-Hur o El apartamento, perdiéndose así frases tan icónicas como «Francamente, querida, me importa un bledo» o «Creo que este es el inicio de una gran amistad».

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