Luces de la ciudad

La picadura del tábano

Ernesto Pérez Cortijos

Hay días en los que uno se levanta con buenas vibraciones, con ganas de reír y esperanzado en que todo lo que le ocurra hoy sea bueno. Ya conocen esa de Joan Manuel Serrat, «Hoy puede ser un gran día, plantéatelo así…», pero algunos de ustedes ya habrán deducido que, si estoy contando esto, es precisamente porque algo tuvo que estropear el plan.

El día trascurre según lo previsto y al final de la mañana entro en una cafetería a tomar una cerveza. No le he dado dos tragos cuando escucho a mi espalda: ¡joder, tío, cuánto tiempo! Giro la cabeza con lentitud, temiendo lo peor, y encuentro a un viejo conocido al que hacía años que no veía. Y no se me ocurre otra cosa que preguntar: ¿qué tal? ¿cómo estás? ¡Maldita la hora!

He aguantado muchas palizas, y no seré yo quien tire la primera piedra porque algunas habré dado también, no lo niego, pero es que esta fue descomunal. El sujeto en cuestión abarcaba todos los temas estrella él solito: familia, trabajo y enfermedades.

Después de cuarenta y cinco minutos ininterrumpidos escuchando la vida mártir que le da su exmujer, la sangría económica que suponen sus hijos, los ligues que ha tenido desde su separación, lo cabrón que es su jefe, cómo lo putean los compañeros, los ascensos escamoteados, la operación de la rodilla, los ataques de lumbalgia y lo jodido que estuvo con el covid no puedo más que acordarme de la secuencia de la película de José Luis Cuerda, Amanece que no es poco, en la que el médico del pueblo, apoyado en la barra de la taberna y completamente borracho, soporta estoicamente la intensa brasa filosófica que le está pegando Tirso, el camarero, hasta que llega un momento en que no puede más y estalla: «¡Me cago en todos tus muertos, Tirso! ¡Me cago en todos tus muertos uno a uno! ¡La tabarra que me estás dando, virgen santísima! Pero, ¿yo qué te he hecho a ti, vamos a ver?». Y no, no estoy borracho, todavía, pero ¡qué ganas de estallar igual que el personaje de la película! Me contengo.

Es cierto que el habla es una característica propia de los seres humanos con la que nos comunicamos y trasmitimos conocimientos, opiniones o sentimientos, pero quizá, en determinadas circunstancias, deberíamos utilizarla con cierta mesura. Ya en el siglo I d. C. el filósofo griego Plutarco decía que «el charlatán pretende hacerse amar y solo consigue ser aborrecido…»

Habrá, por tanto, personas a las que deberíamos desterrar de nuestra agenda física y mental, simplemente por insistentes, plomizas, impertinentes, molestas… en definitiva, por palizas. «No suelo olvidar un nombre, pero con el suyo haré una excepción», decía Groucho Marx, una de sus célebres frases.

Y no es que sean mala gente, es que no hay quien los aguante. Y uno no está ya para soportar monsergas callejeras, rollos macabeos, tostones, matracas, varas, peñazos, o cualquier otro sinónimo de ‘dar la tabarra’. Expresión, por cierto, que parece tener su origen en unos insectos con forma de moscardón, molestos y pertinaces, que no desaparecen por más que intentes acabar con ellos, llamados tábanos o tabarros.

Con qué facilidad puede fastidiarse el día. Basta encontrase con la persona inadecuada para que toda la declaración de intenciones matutina se vaya a tomar por… tierra. Lo tengo claro, la próxima vez saldré de casa embadurnado hasta las cejas de repelente extra fuerte, a ver si así consigo evitar la picadura del tábano, que ya les aseguro yo, que duele y mucho.

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