Todo por escrito

2043

Gema Panalés Lorca

Gema Panalés Lorca

Me pregunto si el primer beso que nos dimos contenía la intuición de todos los que vendrían detrás. Si nuestros ojos estaban acostumbrados a mirarse antes de conocernos o si, en otras vidas, nuestros cuerpos ya se habían encontrado. Vidas de atardeceres rosas y prosecco en el césped, de montañas mágicas, nubes que pasan deprisa y playas invadidas por la selva. Me pregunto si lo vivido es un sueño o el recuerdo de algo anterior a nosotros.

Desde el aire, la realidad pesa menos y todo se ve más claro. Estamos volando de vuelta a nuestra isla y resuenan en mi cabeza los ecos de las conversaciones de estos días atrás. Familia, amigos, vecinos, conocidos y hasta enemigos. Sin los demás, el escenario de la vida estaría cubierto por esa neblina que convierte el mundo en una ensoñación. Hablamos para formar parte de la narrativa colectiva y así hacernos reales y tangibles. Pero las palabras también alienan, los otros también nos vacían y desfiguran a veces.

Acostumbro a apuntar las frases interesantes para no olvidarlas. «Momentos de su vida secreta juntos fulguraron como estrellas en su memoria», acabo de leerla. Es de James Joyce, del relato Los muertos. Si hubiera tomado nota de todas las palabras hermosas y reflexiones brillantes que me has dicho y que han cambiado mi vida para mejor, podría escribir un tratado. Hablar contigo lo llena todo de sentido y tus tonterías me hacen reír a carcajadas.

Nuestra vida secreta juntos también está repleta de momentos estelares. Me viene a la cabeza el viaje en tren nocturno que hicimos de Bangkok a Chiang May. A pesar del frío, la fiebre que me hacía tiritar y la oscuridad de la noche, una manta de cariño me envolvía. De todas las personas del mundo, tenía la suerte de viajar con la única capaz de ‘re-conocerme’. En la gélida litera del vagón me sentí como en casa. Nunca he tenido dinero, pero en aquel momento supe lo que era el lujo: el privilegio de amar y ser amado, ese escudo protector que te llena de fuerza y te lleva a ganar batallas hasta en el último confín del mundo.

Me ha dicho mi profesora Yang que llevamos más tiempo viviendo juntos que separados. Al parecer, ha echado las cuentas desde Pekín. Nosotros, que no tenemos aniversarios y vivimos ajenos a las leyes de los hombres, no contamos los años, pero celebramos los días.

Los dos adolescentes que decidieron emprender aquel viaje juntos nos miran y se alegran de nuestra fortuna. Los ‘yoes’ de las épocas pasadas no saben lo que está por venir y, por eso, creen que todo en posible. Nuestros ‘yoes’ del presente les devuelven el saludo y confirman que el paso del tiempo no les ha cambiado demasiado: siguen alimentando el presente de vidas no vividas y creyendo que la libertad es el único camino.

Estamos a punto de aterrizar y te cojo de la mano. No porque tenga miedo, sino para sentirte desde el aire. Han pasado veinte años, dos décadas juntos, como si fueran dos días. Sin darnos cuenta, asumiendo la felicidad como el estado natural de la vida, hemos compartido amaneceres y aviones, ciudades y casas, libros y conversaciones. Contigo a mi lado, el dolor no es más que una huella en la arena que enseguida borran las olas del mar.

No me gusta escribir del amor porque lo conozco tan bien que me da miedo que los demás se den cuenta. La hibris siempre despierta la ira de los dioses, por eso solo me permito transgredir los límites una vez cada veinte años. En 2043 será mi yo del futuro la que vuelva a celebrar con unas líneas el haberte encontrado.

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