La Opinión de Murcia

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Pasado a limpio

Cuervo ingenuo: La OTAN y el trastorno bipolar

En vísperas del referéndum de la OTAN en el año 1986, la canción de Javier Krahe fue la primera censurada en televisión desde el franquismo. No fue el único caso: La Clave de José Luis Balbín fue suprimida de la programación antes de emitir un debate sobre la paz. En cambio, José María García pudo salirse del guion en una entrevista que le hizo Mercedes Milá la noche antes del referéndum y hacer un alegato en favor de la OTAN. El Gobierno de Felipe González no escatimó esfuerzos para convencernos de sus bondades, que de tan buena parecía Santa Alianza.

No pertenecer la estructura militar, cuando éste es su principal carácter y razón de ser, es algo más que un absurdo. Reducir los efectivos militares norteamericanos formaba parte del programa del imperio y mantener la prohibición del armamento nuclear en territorio español era una declaración de principios… los de Groucho Marx.

El presidente González repitió hasta la saciedad la salida de la OTAN nos dejaría sin la tecnología punta. Tan huero argumento era ofensivo para la inteligencia colectiva del país, cuando todo era mucho más simple: después de cuarenta años de franquismo y del intento de golpe de Estado del 23-F, la sombra del dictador seguía siendo un lastre más pesado que la lápida que lo sepultaba en Cuelgamuros. La entrada en la CEE y la permanencia en la Alianza Atlántica nos integraba en el club de las naciones civilizadas, si bien a un alto precio: sacrificio de reses vacunas, desguace de barcos pesqueros, arranque de cepas de la vitis vinifera y, en el plano militar, la definitiva renuncia a la neutralidad.

Una razón habría sido definitiva, incluso para cualquier pacifista: la colaboración con otros ejércitos modernos haría de los ruidos de sables de los militares conspiradores un tintineo de sonajeros infantiles. Pero la oratoria gubernamental prefería hacer trampas a las cartas (TVE fue durante muchos años una carta marcada) y no ofender a la milicia. La permanencia en la OTAN supuso un paso de gigante en la normalización del ejército, su sometimiento a la Constitución y a la dirección política del Gobierno. El contacto con ejércitos modernos muy profesionalizados, tal vez la conciencia de la insignificancia de su verdadera potencia militar, relegó las inquietudes golpistas a meros sueños de militares jubilados.

Pero la OTAN siempre ha tenido una dualidad, una especie de síndrome bipolar en un mundo ya de por sí polarizado. Fundada en un tratado militar defensivo, en realidad fue anterior al Pacto de Varsovia y no sería descabellado considerarla un primer paso en la escalada de la guerra fría.

El trastorno bipolar, como cualquier enfermedad psíquica, no tiene cura; si acaso, mejoría y estabilización. Sus fases son bien conocidas, una depresiva, en la que priman los sentimientos de futilidad del esfuerzo y la propia estima; claramente identificable con los nigérrimos años de la guerra fría. Y la maníaca, hiperactiva y de florida imaginación, como en el año del referéndum, con esa distinción entre la estructura militar y la no militar, auténtica pirueta conceptual que rebajaba la OTAN al rango de club de amigos del país. Que la pasada cumbre de Madrid declare a China como la mayor amenaza mundial es un delirio propio de esta fase, cuando Putin tiene a mano el botón nuclear en plena guerra y el gigante asiático, por su supuesta proximidad al nuevo zar, podría ser decisivo para alcanzar un acuerdo de paz. Sin embargo, la declaración es una prueba más de que la OTAN tiene como principales intereses los de EEUU.

La OTAN no deja de ser el brazo armado de un mundo antiguo en el que la exhibición potencial o cinética de la fuerza ha constituido una clave de la historia. En ese contexto, la Unión Europea es un hito, una excepción: la construcción de una sociedad de naciones basada en la superación de las diferencias y la supresión de las hostilidades bélicas, bien que más fundada en el fortalecimiento de las relaciones comerciales entre las sociedades mercantiles que en la solidaridad y la fraternidad de los pueblos.

En las sociedades democráticas es razonable considerar que los ciudadanos somos dueños de nuestro destino al elegir a nuestros representantes políticos. Esa conciencia de la superación de las diferencias mediante el parlamentarismo está arraigada entre la ciudadanía. De la misma manera, la alta burguesía y los gobernantes de estas mismas sociedades, consideran que son las relaciones comerciales las que fomentan la paz entre las naciones.

Ambos postulados han demostrado su invalidez con la guerra de Ucrania, que nos devuelve a la máxima de Heráclito el Oscuro: la guerra es el padre de todas las cosas. Después de un periodo de distensión y de la implosión de la Unión Soviética, parecía que el mundo iba a cambiar para mejor. Puro espejismo.

Putin ha roto la secular neutralidad de Suecia y Finlandia, otro hito que parecía inmutable. Sus respectivos parlamentos han votado su adhesión. La Alianza Atlántica crece con el lema de César si vis pacem, para bellum. Pero su ingreso definitivo requiere la ratificación de los miembros actuales. En España, los partidos de la coalición gubernamental agotan las opciones: el PSOE vota a favor, Podemos se abstiene e IU vota en contra. Ser pacifista no te legitima para enmendarle la plana a todo un pueblo soberano, que además no es el tuyo.

La guerra nos pone frente a un monstruo sobradamente conocido y todo esfuerzo que se haga por la paz es, no sólo admirable y meritorio, sino absolutamente necesario para mantener el estatus alcanzado y la paz en la tierra. Maldita sea la guerra y aquellos que la hacen, incluidos quienes la consienten.

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