El fallecimiento de Isabel II nos sorprendió, pese a sus 96 años, con la guardia baja. No conocemos el mundo sin su presencia y cuesta creer que su tiempo se haya terminado para siempre. La noticia cayó como una bomba sobre todo el planeta la tarde del 8 de septiembre y hasta hoy se siente su onda expansiva. Fue una extraña mezcla de conmoción, solemnidad y de saberse ante un episodio histórico que ocupará los libros del futuro.

Isabel II es una de las figuras con mayores posibilidades cinematográficas que ha dado Reino Unido. Aquella señora tan enigmática que veíamos en la sección internacional del telediario lo tenía todo para conquistar la gran pantalla. Han sido siete décadas de reinado con sus correspondientes terremotos políticos, épicas, vergüenzas patrias y demás escándalos familiares. Imaginen las películas que quedan por hacerse por mucho que el cine británico de los últimos años la haya situado en primerísimo plano.

De los títulos disponibles, el primero que me viene a la cabeza es El dircurso del rey (2010). Aquí, la presencia de Isabel II es puramente anecdótica, no va más allá de tres o cuatro escenas en su infancia, pero es fundamental para entender lo que fue el resto de su vida. Tom Hooper filmó un largometraje impecable alrededor del tartamudeo de su padre, el rey Jorge VI, gracias, en parte, al duelo que mantienen Colin Firth y Geoffrey Rush. Quizás el gran acierto de la película sea la naturalidad con la que se tratan los momentos transcendentales, huyendo de los excesos artificiales tan frecuentes en el género. Viendo la disciplina de Jorge VI, uno se hace una idea de lo que debió ser la educación de la reina y comprende mejor ese distanciamiento con el pueblo.

La siguiente estación cinéfila es, en realidad, un intento bobo de acercarnos a Buckingham Palace. A lo largo de estos días numerosos artículos han hablado de Noche Real (Julian Jarrold, 2015) como una de las obras, en positivo, que retrataron a Isabel II. Esa anécdota tan maravillosa que cuenta que las princesas Elizabeth y Margarita salieron a las calles de Londres a festejar la victoria sobre Alemania al término de la II Guerra Mundial se convierte en una sucesión de despropósitos. Ni siquiera su intencionado humor nos libra de la vergüenza ajena.

Para ver la plenitud de Isabel II tenemos La Reina (2006). La película nos sitúa en uno de los episodios más oscuros de la monarca. Por un lado, se sitúa el Reino Unido al completo que llora y clama por un entierro de estado para Lady Di. En las antípodas se posiciona la reina, enrocada en su castillo, de espaldas a esa histeria colectiva. A partir de esta sacudida social, Stephen Frears recrea una atmósfera repleta de dudas con una Helen Mirren que roza el milagro interpretativo. Las conversaciones con Tony Blair son un prodigio narrativo y literario. A cargo del guion estaba nada menos que Peter Morgan, que en los últimos tiempos ha tocado el cielo precisamente con la serie The Crown (2016), uno de los pocos productos salvables de ese buque torpedeado que es Netflix. La serie es, de largo, la mejor manera de adentrarse en el universo de la familia real británica.

Pero si quieren conocer el verdadero potencial interpretativo (y el sentido del humor) de Isabel II, hemos de recordar su aparición en la ceremonia inaugural de las Olimpiadas de Londres de 2012. En la secuencia, James Bond acudía a Palacio a recogerla y tras un viaje en helicóptero llegaban al estadio olímpico. Fue, sin duda, el momento cumbre de la cita deportiva.

Con este bagaje cinematográfico su pérdida parece que duele menos. Hoy será su adiós definitivo. Mientras tanto, el mundo sigue su curso. Los ingleses lo expresan de una manera más poética: «The Queen is dead, long live the King!».