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De un grano de arena

Joaquín Azparren

Vértigo

No sé si tendrán ustedes esa sensación que hace que nos sobrecojamos psicológicamente, hasta físicamente, al asomarnos al vacío desde una altura considerable e imaginar que caemos.

Dicen que esa acrofobia no llega a experimentarse si lo que nos impide temer desplomarnos es una barandilla o un muro de separación de una altura por encima del ombligo.

Por probar no pasa nada dados estos tiempos en que, figuradamente, nuestra vidas se han acostumbrado a caminar sobre el alambre, columpiarse en el trapecio o hacer contorsiones sin red enroscando los pies a una soga que pende a muchos metros del suelo. Nada nos asusta ya en este siglo Veintiuno.

Sufrimos la peor crisis económica y financiera que ha conocido la Humanidad en 2008 fruto del estallido de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos dos años antes. Millones de personas pasaron de la mañana a la noche de ser clase media con tendencia a lo pudiente a pedir el turno en las colas del hambre en esos comedores caritativos que nos deberían avergonzar como sociedad.

Para una mayoría, aunque costó y todavía quedan secuelas en forma de grave desigualdad, aquellos años se superaron con mucho esfuerzo a lo largo de la segunda década olvidando las situaciones de mayor desesperación.

Cuando parecía que todo comenzaba a parecerse a comienzos del siglo, a pesar de las evidencias de volver a los mismos errores que provocaron la hecatombe como la especulación inmobiliaria, cayó sobre la Tierra la plaga bíblica de la peste de la pandemia.

A la ruina económica de medio mundo se sumó con toda su crueldad una enfermedad que arrebató y arrebata vidas humanas en cifras insoportables. Y por si no fuera suficiente, se presenta la viruela del mono o la hepatitis aguda de origen desconocido para poner guindas a la incertidumbre de si otra infección sin cura terminará diezmando la especie humana en un futuro no tan lejano.

Convivimos con la amenaza nuclear que un día sí y otro también formula el sátrapa vecino de la Plaza Roja de Moscú, con la extinción del planeta que augura el cambio climático irrefrenable a estas alturas y con la carestía energética y las estrecheces que pronostican un invierno frío, sin gas ni petróleo baratos.

No me negarán que estamos en un siglo lleno de emociones, sobresaltos y malos presagios. Pero, por si acaso, nos iremos de vacaciones como si fuera el último verano o los últimos días de la estancia en el convento. De vértigo.

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