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La mirada de Lúculo. Gastroletras

Luis M. Alonso

De arriba abajo, y de abajo arriba

En la edad de oro de los sirvientes en Inglaterra una casa victoriana estaba diseñada para acomodar bajo el mismo techo a dos clases sociales separadas, cuenta Frank Victor Dawes en Nunca delante de los criados, el relato más completo que se ha escrito de casi un siglo de servicio doméstico en el Reino Unido y que acaba de publicar la editorial Periférica. La familia del propietario vivía en la planta baja, la primera y posiblemente la segunda. Los sirvientes lo hacían en el sótano donde también comían, y acostumbraban a dormir en la buhardilla. De modo que unos y otros subían y bajaban por escaleras diferentes mientras que en las puertas que actuaban de barrera los pomos también eran distintos. No digamos la vidas de unos y otros. Los de arriba llamaban a los de abajo por medio de un sistema de campanillas cuando necesitaban cualquier cosa a la hora que fuese. Estos, prácticamente, trabajaban de sol a sol y tardarían un tiempo en conseguir libranzas. A mediados de la era victoriana los criados solo gozaban de horas libres para ir a la iglesia, cuando entraban a servir ofrecían a sus señores su tiempo salvo, como se solía decir, el que Dios y la naturaleza exige que se reserve.  

Frank Victor Dawes fue un periodista y escritor inglés que desde los años cincuenta del siglo pasado trabajó en periódicos locales y más tarde en el Daily Herald, hasta que en los setenta se convirtió en director de informativos de BBC Radio. Si especialidad era la política exterior pero el hecho de que su madre hubiera sido empleada doméstica durante años lo impulsó a escribir el libro que más tarde se convertiría en un bestseller. Dawes tuvo la genial idea de publicar un anuncio en el Daily Telegraph en el que solicitaba a cualquiera que hubiera servido en una casa que le contará sus experiencias. Recibió un aluvión de cartas y con este material escribió un libro que refleja la idiosincrasia británica como muy pocos.

Hasta pasados muchos años después de la posguerra no era costumbre entre los británicos comer nada que no pudiesen pronunciar. Y entre esos platos inasequibles al idioma figuraban los pescados que servían al otro lado del Canal de la Mancha. Un buen inglés se hacía respetar haciéndose oír con un tono de voz más alto de lo acostumbrado al pedir fish and chips y, al mismo tiempo, temiéndose que lo que le iban a traer a la mesa no fuese el bacalao o la platija rebozados en la característica costra gruesa y empapados en la grasa de la fritura tan de su gusto. El amor que los británicos no le han profesado a la cocina sí, en cambio, lo han tenido por los libros. Muchos hogares ingleses guardaron a través de generaciones como un tesorero la biblia culinaria Mrs. Beeton’s Book of Household Management (El libro de la administración doméstica de la señora Beeton), obra de Isabella Beeton, cuyo auténtico nombre era Isabella Mary Mayson, que murió a los 27 años dejando como legado un mamotreto de 2.000 páginas, diecisiete de ellas dedicadas al arte de doblar servilletas. La tersura de la servilletas era importante, pero también lo era la más estricta etiqueta. Como cuenta Dawes con un ejemplo, una desafortunada camarera cometió el imperdonable delito de servir el oporto en sentido contrario de las agujas del reloj. La señora no tardó en recriminárselo, «en otro sentido, por favor, Allen». Y Allen, que era irlandesa y opuesta a las críticas en público, reaccionó posando la licorera con un fuerte golpe en la mesa y alejándose, tras un portazo. Aunque llevaba muchos años de impecable servicio, la despidieron a la mañana siguiente.  

 El escritor Julian Barnes recuerda en «El perfeccionista en la cocina» cómo la obra de señora Beeton, pese a haberse convertido en el gran clásico doméstico británico, había sufrido en sus numerosas ediciones ampliadas y corregidas el estancamiento culinario de la Isla con una especie de degradación progresiva. «Unas vieiras estofadas durante sesenta minutos o una salsa hecha con 14 centilitros de vinagre por cuatro cucharaditas de menta harían estremecer cualquier paladar contemporáneo», escribió Barnes.

No es difícil suponer, sin embargo, que la biblia de la señora Beeton hubiera figurado en la imaginación de los guionistas como lectura de consulta de Beryl Patmore, la entrañable y gruñona jefa de cocina en la aclamada serie televisiva Downton Abbey. Como también habría sido un libro irrenunciable para la inolvidable señora Bridges que encarnaba Angela Baddeley en Arriba y abajo.

«Upstairs, Downstairs», para los que no hayan vivido los setenta o no se acuerden, fue un gran éxito de la ITV durante cinco temporadas. En España, como sucedió en el Reino Unido, los episodios volvieron a programarse en la década siguiente. Más tarde se hizo un remake, pero sin el interés original. Contaba la vida de la familia Bellamy y los sirvientes en el 165 de Eaton Place durante el período de la historia que abarca de 1903 hasta 1930, manteniendo como telón de fondo la Gran Guerra o la lucha sufragista por el voto femenino, además de las no siempre fáciles relaciones entre los señores que vivían arriba y los sirvientes que ocupaban las dependencias de abajo. Downton Abbey es una consecuencia de esa preocupación británica por hacer de su estabulada sociedad de clases un género narrativo más que apto para el consumo. Ahora debido a su éxito pretenden estirarla como el chicle mientras se anuncia un nuevo largometraje. 

Esa especie de división entre las clases altas y sus mayordomos, doncellas y lacayos, explotada por el cine y la literatura, se describe con claridad En el piso de abajo (Memorias de una cocinera inglesa de los años 20), escrito por Margaret Powell y publicado hace unos años por Alba. El libro, aunque sin la acidez y la perspectiva más reciente de Nunca delante de los criados, puesto que fue escrito en otro momento y con diferentes intenciones, cuenta cómo la vida incómoda de los sirvientes hacía posible el lujo que disfrutaban los señores hasta un punto que, visto ahora, resultaría difícil de entender pese a lo acostumbrados que estamos a sentarnos en un sillón y ver pasar por delante de nuestras narices las imágenes de Downton Abbey. No sé si con el debido asombro de que existió un tiempo no demasiado lejano en el que los de arriba les pedían a los de abajo que les plancharan los cordones de los zapatos o los periódicos. Con respecto a esto último, Frank Victor Dawes glosa en el interesante y tragicómico libro publicado por Periférica la información por medio de una carta que en su día le envío un tal Arthur Inch, que por las señas y lo que describe debió de ser lacayo o mayordomo: «Aparte de planchar el diario The Times’, que se recibía por la mañana, la doncella a veces tenía que coser las páginas por el centro para que no se desordenara y estuviera bien presentado cuando el señor lo leyera por la tarde. Si los periódicos eran para la señora de la casa, podía añadirse un poco de perfume entre las páginas cuando se planchaban». Entiendo que un contexto actual pueda ser uno de esos casos en que la indignación no tenga inconveniente en abrirse paso entre la hilaridad.

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