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Agua de mi aljibe. Crónica desde Cartagena

Javier Lorente

Milana bonita

A  casi todos nos gustan las películas de espías, nos engancha su ritmo vertiginoso, sus complejas tramas internacionales y la vida de los agentes secretos, a veces sórdida y a veces glamurosa. No sé muy bien si la realidad supera, como en tantos ámbitos, a la ficción, pero lo que es cierto es que alguien dijo que un buen guionista no es el que mejor imaginación tiene, sino quien mejor mira y escucha a su alrededor, que es lo que me pasó a mí la otra mañana, mientras estuve más de una hora en una sala de espera del Hospital del Rossell de Cartagena: una mujer hablaba, con otra, por teléfono y no se recortaba ni en decibelios ni en pormenores, dando un repaso a su jefe, a sus compañeros de trabajo, a la Iglesia y sus curas y a las parejas que se empeñan en casarse por la Iglesia, sin creer en nada, simplemente por lucir bien y contentar a sus madres y a sus compañeros de pádel. 

Si yo fuera un buen escritor, no tengáis duda de que la locuacidad y acidez de esta señora me habría dado para un gran personaje en una novela. Como ella era de una edad madura, lo que más pensé es que es una pena que tanta inteligencia, sentido crítico y mordacidad, no se debería perder en las generaciones más jóvenes, muchas veces tan domesticadas y adormecidas. Me hizo gracia una cosa que esta señora repitió un par de veces: «que una no se chupa el dedo, que a mí ya no me engañan, que yo ni enchufo la tele ni escucho una única emisora de radio». Me sentí un poco como un espía de andar por hospitales, que es a lo que podemos aspirar quienes hemos leído a Mortadelo y Filemón y nunca iremos en un Aston Martin DB5 como Bon. Puede ser que nuestro espionaje, como el de los Técnicos de Investigación Aeroterráquea (La T.I.A.), sea un poco así como de andar por casa y un poco de pacotilla, en búsqueda de un enemigo también de pacotilla, de esos que proclaman una república durante 56 segundos y luego se van huyendo de su tierra en el maletero de un coche. Nuestras fuerzas de la T.I.A. emplearon todo su ingenio de Mortadelos y las más carísimas tecnologías para escuchar los chistes que se cuentan los independentistas cuando están aburridos y enterarse en qué plaza iban a anudar lazos amarillos al día siguiente, para ir a desbaratarlos, cual Penélope que tejía y destejía, harta de tantos manifestantes que pedían su mano o su cabeza. 

Nuestro espionaje es de tebeo o de película de los hermanos Coen. Como aquellos idiotas de Quemar después de leer, o como las historias del gran Ibáñez, nuestras aventuras de las escuchas nos entretienen bastante, dan temas de qué hablar y resuelven la vida a los vagos guionistas de las tertulias televisivas, pero poco más. Mientras tanto, los problemas que acucian a los ciudadanos, sobre todo al común de ellos, quedan sin resolver. Por eso, lo que resulta increíble es que a alguien se le pueda olvidar el rugir de su estómago vacío con el simple hecho de que le pongan por delante el capote de la distracción y ¡hala! a embestir tan indignadamente si a los ricos no les bajan, aún más, los impuestos o si las mujeres quieren más igualdad. Lo escribió Delibes: «He votado lo que usted me dijo, Señorito Iván» (Que en el Parnaso esté el gran Juan Diego). 

Al mundo no le queda mucho si las ovejas prefieren al lobo y se apartan del pastor. Yo intento comprenderlo, pero mis desconocimientos de sociología y de los entresijos de la mente humana no me dejan entender. Puede que sea alienación, propaganda, control o yo que sé qué miedo inoculado en el tuétano de los más vulnerables, que les hace matarse por las sobras en lugar de luchar juntos por el buen reparto del festín que despilfarran los gerifaltes.

Debe existir un manual que se llame «Enriquécete rápido y sin remordimientos», que lean todos los comisionistas guaperas y desalmados. En su primer capítulo se debe insistir en un remedio infalible: «Si se quejan porque tienen hambre, desvíales su atención dándoles una bandera y un enemigo» y esto es lo que mueve todos los sistemas, todos los regímenes y todos los nacionalismos, de aquí a Sebastopol y más allá, en Cataluña, en Marruecos en USA, en Rusia o en Afganistán. 

Nuestro planeta, que debería ser un solo organismo, interconectado, donde todos los miembros son necesarios, ha sido invadido por una subespecie humana que actúa como un cáncer, que no tiene más obsesión que unas partes crezcan, sin control, a costa de otras a las que se corta el riego sanguíneo y la alimentación. Los insensatos se creen que podrán seguir viviendo a tutiplén en un bíceps descomunal, en el que se atrincheran mientras se comen lo del cerebro y las piernas. De ésta sólo nos salvamos juntos y la locura de los acaparadores nos está abocando a una situación insostenible para el conjunto. 

El 90% de los españoles está harto de la crispación política ha dicho una encuesta cuyos datos se han hecho públicos esta semana. No sé si darle crédito, porque lejos de alegrarme al concluir una cosa que yo ya vengo escribiendo desde hace mucho, me deja el mal cuerpo y el cabreo de ver que ello no nos lleva a un «¡hasta aquí hemos llegado!». Por absurdo que parezca, seguimos atendiendo a quienes no paran de echar gasolina al fuego en el parlamento, en las redes sociales, en la calle, en los bares, en las ruedas de prensa y en cualquier ocasión que un energúmeno, que no tiene un trabajo honrado al que dedicarse, se empeña en llegar al poder por medio de la calumnia, el insulto, la exageración, la manipulación de los ciudadanos y el descrédito del contrincante. 

La política, que debería ser la más hermosa dedicación por el bien común, ha pasado a convertirse en un foco de atracción para los malhechores que, lejos de ocultarse, están encantados con aburrir al personal, que no quiere saber nada de política y ya desdeña la democracia. Este es el sueño lúbrico de todos los aprendices de dictadores, de esa ultraderecha negra que empieza a recorrer Europa y el mundo como un fantasma, mientras nosotros, que en esto sí somos buenistas (no en lo que ellos nos dicen), vamos blanqueándola poco a poco. 

Que venga Vox, que niegan la violencia de género y su Magdalena Olona, que quiere ser Vicepresidenta de Andalucía, a decir que el feminismo no aporta nada positivo, que es inútil y un chiringuito porque ella ha llegado a donde ha llegado por sí misma es, como le replicó la ministra de Igualdad, una grandísima y peligrosa mentira, inconcebible en una mujer y menos en una mujer formada, puesto que no todas pueden llegar a dónde ellas que, además, para llegar a estar ellas en los Parlamentos, otras miles de mujeres han tenido que luchar, manifestarse, hacer huelgas y hasta entregar su vida para que hoy sea posible. Y esta lucha del feminismo es una lucha en proceso, porque aún quedan muchos objetivos que conseguir para obtener la igualdad. 

Vivimos en un momento complicado en todo el mundo: dos trenes se dirigen el uno contra el otro, quienes han puesto todo su poder y sus recursos para revertir muchos de los avances sociales y, por otro, quienes pretenden avanzar por la vía de la reivindicación y el acuerdo a mayores cotas de justicia, igualdad y derechos. Y mientras continúan los asesinatos de mujeres, los negacionistas ¿subirán de votos? No deberíamos esperar a que el señorito nos mate, por capricho, por avaricia o por violencia de género, nuestra Milana Bonita. 

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