El pasado 23 de noviembre, cuando apenas despuntaba el sol, un BMR, vehículo blindado de 15 toneladas y 6 metros de largo que el Ejército había cedido a la Policía en 2017, penetraba en la barriada gaditana de Río San Pedro para hacer frente a la huelga que protagonizaban los trabajadores del metal. Desde lo alto de la tanqueta, agentes armados con escopetas de balas de goma apuntaban hacia los alrededores. En su día, las autoridades enmarcaron la recepción de esa arma de guerra en el contexto de la lucha antiterrorista, concretamente para su empleo contra elementos vinculados al yihadismo armado. Por eso sorprendió tanto que, en una movilización obrera, los antidisturbios recurrieran a un instrumento de naturaleza bélica que, además, nunca se había empleado antes en desórdenes callejeros, por violentos que éstos hubieran sido.

Muy escasamente se reparó en otra circunstancia colateral a la citada y que, a mi juicio, reviste una especial gravedad. Me refiero al hecho de que sean los mandos de las UIP quienes tengan la prerrogativa de decidir echar mano de recurso tan desproporcionado y controvertido para sofocar una revuelta popular. En cualquier democracia de nuestro entorno, una medida de ese calibre sólo puede adoptarla la autoridad política del más alto nivel, ni siquiera el equivalente a un delegado del Gobierno. Diríase que en este país se ha instalado una suerte de autonomía policial que parece reflejo de aquella otra de factura militar que, durante la Transición, mantuvo al poder civil subordinado a los humores que en cada momento, y en relación a la marcha de la democracia, tuvieran las Fuerzas Armadas. Hasta tal punto llega esta segregación, por parte de funcionarios públicos, de las normas y costumbres del Estado de Derecho que, hace unas semanas, miles de miembros de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado se manifestaron, convocados por un sindicato ultraderechista y jaleados por las derechas políticas, contra la potestad exclusiva que tiene el Parlamento para hacer las leyes.

Así pues, en esta salsa tenemos unos ingredientes claros: una rabia social que se traduce en contundentes movilizaciones; unos aparatos estatales (policías y jueces sobre todo) declarados, tácita o abiertamente (según los casos), en abierta rebeldía contra la evolución política de España; y, finalmente, un Gobierno que combina la tibieza a la hora de afrontar cambios progresistas con la pusilanimidad frente al desafío de ese Estado paralelo.

Y en Cádiz todos estos componentes interactuaron con una intensidad más que considerable, de modo que vimos, a la vez, una huelga del metal que nos retrotrae a escenas de los años 80 y 90; una Policía que, por libre, aplica dos varas de medir a los problemas de orden público, según la clase social y la orientación ideológica de quienes salen a la calle; y, por último, un Gobierno aturdido frente a todos estos movimientos, que reacciona frente al escándalo de la tanqueta sólo cuando el socio minoritario de ese Ejecutivo pone el grito en el cielo.

Todo resultado culinario es consecuencia de la armoniosa y equilibrada combinación de los productos que se han utilizado en su elaboración. Así, llevamos décadas comprimiendo los salarios y, por consiguiente, generando una desigualdad sin parangón respecto de los países de nuestro entorno; y manteniendo un paro, incluso en los mejores momentos de la economía, que dobla al de la eurozona. Por no hablar de una precariedad que ha instalado en la pobreza a casi un tercio de quienes cobran una nómina. Esta reducción de los ingresos de la clase trabajadora (tras la reforma laboral de 2012 se trasvasan 20.000 millones de euros anuales desde las rentas del trabajo hacia las del capital), redunda en una merma de la influencia ciudadana en las instituciones. Y, en sentido inverso, en un mayor poder para unas oligarquías que se cimentaron durante el franquismo. Que es de donde igualmente proceden, sociológicamente hablando, quienes con togas y armas se han erigido en baluartes de la resistencia contra cualquier intento modernizador de la sociedad. Tal como hicieron en 1931, desde el mismo momento en que una República naciente intentó construir una sociedad más democrática y justa.

Y en el Gobierno hay dos almas respecto de esta situación. El PSOE intenta contemporizar con esas fuerzas oscuras que se resisten al progreso, en la vana pretensión de conseguir unos objetivos más o menos decentes mediante la táctica del apaciguamiento de la fiera. La historia ha demostrado que esto no funciona. Unidas Podemos y los socios parlamentarios del Gobierno, por su parte, aspiran a una renovación profunda del Estado, la que no se hizo durante la Transición; junto a la imprescindible reforma social, sobre todo del trabajo, que nos aproxime, no a la Venezuela que, a falta de argumentos racionales, invocan los reaccionarios, sino a nuestros socios europeos.

Así de modestos son los objetivos de la izquierda española del siglo XXI, no obstante presentados como bolivarianos y chavistas por quienes, desde consejos de administración, comisarías, cuarteles, juzgados, medios de comunicación y redes sociales, consideran que hay que embestir con tanquetas a quienes simplemente defienden sus salarios. Para, de paso, acabar con el Gobierno.