Si por algo será recordado el verano de 2021, entre otros desastres, es por la celeridad con la que los talibanes han accedido al poder en Afganistán tras la repentina salida de las fuerzas internacionales después de veinte años de ocupación. Mientras el calor nos mantenía junto al ventilador o a la orilla del mar para esquivarlo dentro de lo posible, nuestro desasosiego ha ido en aumento conforme conocíamos los acontecimientos a través de los medios de comunicación. 

Las imágenes del aeropuerto de Kabul atestado de personas, hombres, mujeres y menores, sobre todo mujeres desesperadas por salir del país a cualquier precio antes de la finalización del plazo del 30 de agosto acordado con los líderes talibanes es estremecedor. 

La urgencia por abandonar el país está motivada por la amarga experiencia de la ciudadanía afgana en el pasado bajo el poder opresor de los talibanes. Están convencidos de que, como hace veinte años, todo aquel que se haya dejado influenciar por la cultura occidental, que no haya respetado y seguido estrictamente la doctrina musulmana más integrista, va a ser represaliado, encarcelado e incluso asesinado. 

El caso de las mujeres y niñas es especialmente sangrante y traumático, y no porque lo digamos nosotras, mujeres occidentales, ciudadanas de países en los que está establecida la separación formal entre las iglesias y el Estado, y donde los derechos reconocidos a la ciudadanía son los mismos para hombres y mujeres, sino porque la propia Asociación Revolucionaria de las Mujeres de Afganistán así lo afirma.

Por esta asociación hemos conocido el listado que relaciona las 29 directrices religioso-político-sociales que se imponen a las mujeres bajo el régimen islamista radical talibán. En ellas se declara que las mujeres bajo el orden talibán está sometida a la total invisibilidad social, debiendo estar, en todo momento, bajo tutela de un hombre y sin autonomía alguna. La mujer que infrinja una norma o sea acusada de haberlo hecho, puede ser mortificada, ultrajada, mutilada e incluso asesinada con el beneplácito del Estado Islámico, según alertan diversos analistas y medios de comunicación: «Son tratadas peor que a sus animales», han llegado a decir.

Entre las prohibiciones que se imponen a mujeres y niñas se encuentra la de no poder trabajar fuera del hogar, a excepción de las profesionales de la enfermería y medicina, pues las mujeres que enfermen únicamente pueden ser atendidas por mujeres; se les prohíbe cualquier tipo de actividad si no va acompañada de su mahram o familiar masculino más próximo que responda por ellas; no pueden reír en público, ni hablar en voz alta, ni hablar con hombres; tampoco les está permitido realizar ningún tipo de comercio o negocio; se les impide recibir educación y, desde luego, acceder a estudios universitarios; para salir a la calle deben ir completamente cubiertas de los pies a la cabeza y ocultar su rostro bajo un burka; en caso de desvelarse el mantenimiento de relaciones sexuales fuera del matrimonio, pueden sufrir lapidación, esto es, morir a pedradas. Cualquiera de estas prohibiciones implica una vida carcelaria de opresión, coacción y represión permanente en la que queda suprimido cualquier atisbo de los derechos o libertades que toda sociedad civilizada que se precie debiera procurar y garantizar a su ciudadanía.

Algunos dirigentes talibanes han declarado ante la comunidad internacional que ya no son los radicales del pasado, pero los hechos los desmienten y confirman lo contrario. Ya han formado un Gobierno en el que no se ha incluido a ninguna mujer; se ha reemplazado el Ministerio de Asuntos de la Mujer en Afganistán por uno para la Promoción y el Fomento de la Virtud y la Prevención del Vicio; han comenzado las represalias contra quienes no profesan los postulados de los nuevos señores del país y la persecución de todos los que han colaborado con las fuerzas internacionales, considerándolos traidores; se ha ordenado en un comunicado que solo los niños regresen a las aulas, excluyendo a todas las niñas y a las mujeres que ejercen como maestras en el país; se ha comenzado a limpiar la vida pública de la presencia de las mujeres como ocurrió hace veinte años; hemos podido ver imágenes de manifestaciones de mujeres protestando contra el Gobierno talibán que han sido disueltas con violencia, incluso con disparos al aire. ¿Es esto aceptable para la comunidad internacional?

Es cierto que esta situación extrema de sometimiento contra las mujeres no es exclusiva de Afganistán y que se repite dramáticamente en cualquier lugar del planeta como resultado de la imposición patriarcal que se arrastra desde la noche de los tiempos y que podemos comprobar, con vergüenza, que aún se padece dramáticamente en pleno siglo XXI, siendo además, en este caso, doblemente agravado por el fanatismo religioso en el que ellas quedan relegadas, con toda crudeza, a una vida de sometimiento y opresión insufribles.

Todas las religiones, en particular las religiones monoteístas: Judaísmo, Cristianismo e Islam, han tratado muy mal a las mujeres a lo largo de su historia. El estado de sometimiento, la coacción de su libertad, la negación de derechos, la discriminación en relación a los hombres, el control sistemático que se ejerce sobre ellas, continúa sucediendo en la actualidad en no pocas latitudes. Las mujeres no son un sujeto de derecho, sino un objeto necesario que se utiliza para el placer, para la procreación y para el cuidado de los hijos, y se aparta tras su uso. 

A este respecto, la separación Iglesias/Estado que establecen los países de nuestro entorno como consecuencia de las vicisitudes históricas derivadas de las revoluciones sociales, de la reiterada reivindicación ciudadana y la decimonónica lucha feminista, constituyen un factor diferencial sumamente relevante. En los países de mayoría musulmana, la ley islámica y sus preceptos religiosos, en mayor o menor medida, y no solo en Afganistán, tutelan la vida civil. En países como Arabia Saudí o Irán, por ejemplo, con mayor o menor intensidad, rige la ley islámica y con ella la sistemática discriminación hacía las mujeres. Otro tanto puede decirse de las comunidades ortodoxas judías. Williamsburg, en pleno centro de Brooklyn, en New York, sin ir más lejos, es otro ejemplo.

En todos estos Estados teocráticos encontrarán mujeres confinadas, oprimidas y ocultas bajo vestimentas esperpénticas, sin más porvenir que el matrimonio y la crianza de los hijos, y todo esto bajo el dominio de un dios único y verdadero, hombre, por supuesto, que impone su ley, una ley que, además, es válida para todos y todas, y por toda la eternidad. Solo sus sacerdotes, varones igualmente que su dios, son los únicos capaces de interpretar la ley, conforme a los designios divinos.

No es de recibo admitir, sin más, lo sucedido en Afganiastán. No es fácil, lo sabemos, pero no se puede abandonar a los ciudadanos de ese país a su suerte y olvidarnos de ellos ni, sobre todo, de ellas, de todas esas mujeres y niñas a las que se las aboca a una vida sin futuro, sin ilusiones, sin libertad y sin derechos. Es urgente, ineludible, que la comunidad internacional reaccione, que no les abandonemos, que se les preste el auxilio que todo ser humano merece.