Tuve un amigo que decía que mi peor defecto era no saber cuándo volver a casa. Yo le daba las gracias. No he recibido muestra de amistad semejante. Mirarme y destacar esa tontería: todavía me emociono. Él no lo entendía. Intenté explicarle que no se trata de cuándo volver, sino de aguantar por si pasa algo. Le conté que las infancias en los pueblos de cabras son duras. Que, para mí, Murcia y Chicago eran lo mismo hasta hace dos tardes. Nada. Dejamos de hablar. No está la vida para tener al lado a gente que no se entera.

Yo caminaba como Gabriel Feraud. «He perdido a un amigo, pero mantengo la razón», murmuraba. Me faltaba el florete. Y, cuando merecía un guantazo, conocí a mi ídolo. Fue en el Plan 9. Una noche de otoño sin fuste. Pusieron cuatro veces White rabbit. A la quinta, apuré el tercio y me dirigí a la puerta. Giré el cuello. Allí estaba. Un cráneo afeitado. Rojizo. Escorado hacia atrás, la boca abierta como si celebrase una Champions. Me acerqué. «Irvine…¿Welsh?», balbuceé. Se partió el culo. Hablamos de sus libros, de por qué se fue a Miami si Edimburgo es su fuego, de si él es Renton o Sick Boy o todos o ninguno. Me miraba y se reía. «Cuídate», se despidió. Apenas tenía acento. «Y tú», contesté. Me pasé la vuelta cagándome en mi sombra. A Irvine Welsh no se le dice «y tú».

Fundamos una relación extraña. Me ve y grita: «¿Foto?» y venga a reírse. Una vez dijo que sabía que yo también escribía. Me puse a temblar. Por no echarle en cara ese ‘también’ -a veces se me va la mitomanía de las manos-, cambié de tema. No es del Madrid, pero le alegra verme contento. Otra vez pensaron que era nazi. Casi salimos en los periódicos. Repite que no necesita a nadie. Un día iba tan doblado que le dio por decir que en realidad se llama Paco, tiene un kiosko en Aljucer, vota al PSOE y le preocupa «el tema de Cataluña». No se lo tuve en cuenta. 

Pensé en él durante la cuarentena. Empezaba preguntándome qué pijo estaría haciendo y acababa recordando un consejo para mis nietos: que no olviden girar el cuello antes de largarse. «En momentos así se demuestra si uno es un cínico o solo le aprietan las zapatillas», diré. Ellos levantarán las cejas.