Estos días, en plena mudanza, mientras todavía faltan cosas en la casa, he tenido una especie de experiencia proustiana, que, en mi caso, no se ha debido a un recuerdo despertado por un sabor, sino por una situación: como todavía no tenemos sofá, he vuelto a ver la tele sentada en una silla, como cuando vivía en la casa familiar.

Nunca me he dormido viendo una película y lo debo a años de ver televisión desde una silla

Cuando eres pequeña, estás convencida de que tu forma de vida es la normal. No hay tantos elementos de comparación y, además, cuando los tienes, todo lo mides con el rasero de tu casa. Empecé a darme cuenta de que algunas cosas en la nuestra se salían de la norma cuando una vez una compañera del colegio entró en el lavabo. Salió impresionada. El lavabo de la planta baja es un largo tubo interrumpido en medio por el lavamanos y al final, como un trono, el inodoro. «Como tengas prisa, no llegas», dijo al salir. Así caí en la cuenta de que ese lavabo era ‘raro’ y me fijé en que todos mis amigos, que vivían en pisos, tenían lavabos cuadrados, donde todo estaba cerca de la puerta y no había que dar por lo menos ocho pasos para llegar al inodoro.

Lo mismo pasaba con la tele. En mi casa no había sofás ni sillones; mirábamos la tele sentados en sillas, alrededor de la mesa del comedor. Las butacas eran, por lo visto, para el cine.

Por las noches, mi hermano y yo, los dos insomnes de la casa, a veces acabábamos tumbados en el suelo, mirando hacia arriba, como la gente a la que en el cine le toca sentarse en la primera fila. Así recuerdo haber visto el final de Hombre rico, hombre pobre. También se puede llorar con la espalda apoyada en el suelo.

Recuerdo la primera vez que vi la tele en un sofá. Un amigo del instituto me invitó a cenar a su casa. Después vimos una película. Me cedieron el centro del sofá. Su hermana ocupó la derecha, él se sentó a la izquierda. Su madre ocupó un silloncito y su hermano, otro. Yo me senté muy erguida, como era costumbre. Empezó la película y a los pocos minutos empecé a percibir respiraciones profundas a mi alrededor. Todos se habían quedado dormidos, y no se despertaron hasta que sonó la música de los títulos de crédito. Todos a la vez, además. «¿Estaba bien la película?», preguntaron.

Nunca me he dormido viendo una película, da lo mismo lo soporífera que sea o lo cansada que esté yo. Y se lo debo a los años de ver televisión sentada en una silla. No es recomendable dormirse cuando se está en una silla.

Una vez me vi reflejada en una escena de Los pasajeros del tiempo, de Nicholas Meyer. En esta película, H. G. Wells sigue los pasos de Jack el Destripador, que ha usado su máquina del tiempo para trasladarse a finales de los años 70. Wells, a quien interpreta Malcolm McDowell, lo persigue en el tiempo y, un hombre del siglo XIX, vive en un constante choque cultural al enfrentarse al mundo moderno. En la escena a la que me refiero la protagonista lo invita a su casa y le pone un disco. Él, como si asistiera a un concierto, se sienta muy erguido en la silla con las manos sobre las rodillas y escucha la música con atención. Es un momento enternecedor, que me recordó esas dos horas que pasé viendo una película rodeada de gente profundamente dormida.

Volver a ver una película no es lo que se dice cómodo; y menos cuando tu cuerpo ya ha catado sofá y, sin embargo, estos días de silla reconozco la familiaridad de esa posición. Hay algo en la memoria que parece decirle al cuerpo cómo tiene que colocarse para aguantar una hora y media sin incordiar, sin que los músculos y las articulaciones estén constantemente mandando recordatorios de su presencia. Termina la película y, al levantarte, tal vez notas algo de presión en la zona lumbar, pero poco más que lo habitual en un cuerpo de 50 años.

En este descubrimiento trivial me parece ver una metáfora del retorno, de la mezcla de extrañeza y familiaridad. Veo un reflejo de cómo, a pesar de los años de ausencia, ante determinadas situaciones se activan de inmediato las respuestas, los hábitos antiguos que tenías en desuso desde hacía muchos años.

Salen algo oxidados y polvorientos del fondo de la memoria, pero, tras chirriar un poco y sacudirse el polvo, se ponen en funcionamiento como si siempre hubieran estado en marcha y te demuestran que, como decía el tango, veinte años no es nada. Y treinta, tampoco.