Se suponía que íbamos a una discoteca. Nos dieron el flyer en la playa. Una tía con uñas de cristal de Bohemia. «Ponen música de esa que os gusta a vosotros», dijo. Sabíamos que era mentira, pero nos gustó la categorización. Teníamos 20 años. A algo había que agarrarse. Entre esas frases y la constatación de que ni de coña nos dejarían entrar, construíamos algo parecido a una personalidad. 

La noche anterior, mismo. Según los seguratas, la oferta de nuestro flyer acaba de expirar. Dijeron ‘expirar’. Lo juro. Acabamos apoyados en el maletero de la Vanette del Chules. El Checo puso a AC/DC. Cómo no. Cuando se acabaron los litros volvimos al piso de su abuelo. Sabíamos que esa noche sería parecida. De camino, escuchamos en bucle la canción de Los Soprano. Tres pajizos con dos botones de la camisa desabrochados asintiendo en una Vanette como si supieran algo de la vida. Imagina. Lo único peor que haber sido adolescente en la primera década de este siglo fue pasar la postadolescencia en la segunda. 

Y nada, llegamos, intentamos entrar, nos dijeron que no y lo aceptamos con un deje funcionarial. El Checo tiró hacia la orilla. Entre él y el mar, un tío lanzaba una caña. Cuando estuvimos a su altura, sin siquiera mirarnos, dijo: «Me llamo Pedro». Llevaba una gorra de Cajamurcia. Podías resguardarte entre sus cejas si se levantaba un tornado. Parecía Kurt Vonnegut. Rebuscó en una bolsa y sacó una lata de mejillones. «¡Cómo te lo montas, Pedro!», dijo el Chules. Soltó la lata. Los moluscos se estrellaron contra la arena. «Chsss, no digáis ‘Pedro’, si aquel sabe que estoy aquí, me saca las tripas», dijo, señalando con la cabeza al segurata. Nos quedamos en silencio. Al rato, recogió. «50 años pescando y todavía no sé cómo piensa un pez», dijo antes de despedirse. Nos fuimos al poco. Volvimos a la noche siguiente. Y a la siguiente. Y a la siguiente. Nunca más vimos a Pedro. Lo hablamos hace un par de años: imagina que descubres lo que mola enchufar una guitarra a la corriente, te das la vuelta y tienes a Jimi Hendrix en tu escritorio. Fue algo así. El rincón se convirtió en un santuario. Vaciábamos latas de mejillones en la arena. Llegamos a estar tan a gusto que temíamos que el segurata nos sacase las tripas. O peor: que dijera ‘expirar’.