El tiempo se va y vuelve. Hay tardes en las que sale uno a la terraza, observa el panorama y se da cuenta de que el tiempo no está, se ha ido, se ha licuado, no sé, pero percibes su ausencia como la de ese objeto familiar (una vieja bicicleta estática, por ejemplo, que arrojaste hace poco a un punto limpio). La existencia se ha detenido, en fin, como tu vida. Hay una suspensión de todo, también la de la digestión de esa naranja que te tomaste hace una hora. Resulta paradójico que nos preguntemos cuánto durará ese paréntesis, ya que, al no haber tiempo, tampoco existe su unidad de medida. Pero mientras persiste, y pese a carecer de duración, eres más consciente de ti, de tu torrente sanguíneo, pongamos por caso. El tiempo nos obliga a vivir hacia afuera. Su ausencia estimula la introspección. Eres capaz de moverte imaginariamente por el interior de tu bóveda craneal y de estimular con el pensamiento cada una de sus zonas.

De este modo, activas un olor, un recuerdo, una sensación corporal. Todo ello con los ojos abiertos, contemplando el horizonte, donde el Sol permanece quieto también en su caída. Esto no acabará jamás, te dices, como cuando en medio de la noche te levantas y vas a la cocina y abres la nevera y se enciende la luz de su interior, que es blanca, como la del más allá, y te quedas contemplando las carnes y los pescados y los quesos que se descomponen lentamente, que envejecen a velocidades microscópicas. También en esos instantes el tiempo se detiene y te quedas atónito frente a esa sensación de eternidad doméstica.

Sorpresivamente, alguien, en una de las casas del edificio, tira de la cadena del retrete y el tiempo vuelve de súbito a tu encéfalo, como cuando das un par de golpes a un aparato eléctrico que había dejado de funcionar. Entonces, sales fuera de ti tropezando con todas las irregularidades de tus vísceras, regresas, como aquel que dice, a la existencia y observas lo familiar con una extrañeza o con una curiosidad que permanece, con suerte, hasta la hora del desayuno. Tras el primer sorbo de café, la vieja bicicleta estática regresa a su sitio, las cosas encuentran de nuevo su lugar y tú mismo te acoplas a la rutina como tu cuerpo a una silla ergonómica.

Solo hacía cinco minutos que había empezado la segunda parte del partido y el marcador no se había movido. Entonces Maradona, en el lado izquierdo de la zona de medios, recibió un balón que condujo en diagonal hacia la portería inglesa. Con el esférico pegado a la bota dribló dos defensas con su izquierda prodigiosa para después, con la derecha, pasarla a Valdano, que estaba situado en la frontal del área y que intentó un control a media vuelta, pero el defensa inglés Hodge interceptó el balón, que dibujó una extraña parábola en dirección a la portería de Shilton. Maradona, que había continuado corriendo para seguir la jugada, entró en el área como una flecha. Saltó y consiguió rematar antes de que el guardameta lograra rechazarla con el puño a pesar de la diferencia de altura entre los dos futbolistas.

La pelota no había tenido tiempo de cruzar la línea de gol que los ingleses ya protestaban, abalanzándose encima del árbitro, para decirle que Maradona había marcado con la mano y no con la cabeza. A pesar de las protestas, el árbitro de Túnez Ali Bennaceur señaló el círculo central. Los argentinos se adelantaban en el marcador y solo cuatro minutos más tarde, cuando los ingleses no se habían repuesto, el 10 de la albiceleste dejó a todos con la boca abierta con una jugada iniciada en su propio campo. Avanzó por el terreno de juego por la banda derecha esquivando a todos los contrincantes que intentaban detenerlo. Cambios de ritmo, fintas, regates... ¡y gol! El gol del siglo, como se le bautizó enseguida. El combinado europeo solo consiguió recortar distancias en el minuto 81 con una acción de Gary Lineker.

Esto pasaba hoy hace 35 años. Al día siguiente el diario argentino Panorama titulaba «Maradona bombardeó Inglaterra». Y es que aquel encuentro había tenido algo de revancha al ganar en el terreno de juego lo que no habían podido conseguir en el campo de batalla.

Cuatro años antes del partido, en junio de 1982, el Reino Unido había derrotado a Argentina en las Malvinas en una guerra que traumatizó al país americano. Todo había comenzado en abril, cuando la Junta Militar en el poder desde 1976 puso en marcha la Operación Rosario para desembarcar y hacerse con el control una serie de islas situadas al sur del país, gobernadas por los británicos desde que las habían ocupado en 1833. Desde entonces los argentinos habían reclamado sus derechos sobre aquellos territorios.

Las Malvinas, o Falkland para los ingleses, son un archipiélago situado a unos 600 kilómetros del Cabo de Hornos formado por un centenar de islotes donde solo viven unas 2.600 personas, que se ganan la vida pescando y criando ovejas. Aunque hay varios países que se disputan su descubrimiento, la primera fecha contrastable es la de 1600, cuando allí llegó la expedición liderada por el holandés Sebald de Vert. En el siglo XVIII primero pasaron a manos francesas y, poco después, quedaron bajo dominio español. A principios del siglo XIX España se desentendió de ellas, y cuando Argentina consiguió la independencia asumió su soberanía, pero en 1833 los británicos los expulsaron del archipiélago a pesar de las quejas del país sudamericano.

En 1982, Argentina estaba gobernada por la dictadura militar de Leopoldo Fortunato Galtieri. Ante la cada vez mayor oposición interna, Galtieri decidió hacer un golpe de efecto: invadir las Malvinas para potenciar el patriotismo interno enfrentándose a un enemigo exterior. Los militares argentinos esperaban que los Estados Unidos no intervendrían, en recompensa por los servicios prestados en el entrenamiento de las guerrillas anticomunistas centroamericanas, pero no fue así: Reagan apoyó a Thatcher, al igual que Pinochet y la mayoría de países europeos. La desproporción de fuerzas hizo que los británicos recuperaran el territorio el 14 de junio. El balance fue de 750 argentinos y 225 ingleses muertos.

En Argentina, el episodio dejó una fuerte huella emocional. La victoria en el Mundial de México tuvo algo catártico, en una demostración más de que deporte y política muy a menudo van de la mano. Sea de quien sea esa mano.