Cn la puerta del Aulario Norte los estudiantes se abrazan como si fueran viajeros a punto de partir en una estación de tren. Y en realidad lo son, aunque no lo saben. Esa es la belleza de la adolescencia, su misterio y grandeza, la candidez con la que ignora su condena cuando ya ha sido dictada. Tras el último examen caerá el telón.

Son días extraños y agitados. Llueve por la mañana, pero sale el sol a media tarde e inunda el salón de una luz dorada, cálida y acogedora. Desde la terraza me llegan las risas de mis hijas, que repasan con un amigo los apuntes, recitando y memorizando (por supuesto) los resúmenes de los temas. Toca Lengua y Literatura: «La figura del poeta Rubén Darío es clave en la difusión del modernismo con obras como Azul, poblada de cisnes, hadas, princesas y seres mitológicos como faunos, centauros y ninfas...». A él lo veo de espaldas, el cuello largo inclinado sobre la mesa, a ellas de frente, concentradas, la piel lisa y todavía pálida de antes del verano. Vistos a través de los visillos en esta tarde suave parece una escena de Eric Rohmer.

Esa luz me devuelve los lejanos días de la Selectividad, de los que tan poco recuerdo. Las tardes eternas y quietas en casa estudiando entre partido y partido de la Eurocopa de Michel Platini (¡ay, Arconada!), el instante en el que hacíamos cola para entrar en el aula, repentinamente calmados por la compañía de los amigos, la fatídica mañana en la que recogimos la cartulina blanca con las notas... Son apenas escenas de relleno para aquellos otros momentos que sí siento todavía palpitantes a través del tiempo, cuando sentados en la hierba al sol nos hacíamos fotos y reíamos como si fuera un día más de instituto, sabiendo sin saberlo que era el último. El orgullo del amor, todopoderoso en su cénit, capaz de cubrir de risas como polvo de oro la mesa de los apuntes en la biblioteca. No puedo imaginar otra escena de mayor esplendor.

Días todavía no tocados por el destino. La antesala del gran viaje en el que se irán desprendiendo, poco a poco, todas las palabras memorizadas, y el polvo de oro se desvanecerá. El telón se reabrirá para nuevos actos sobre un escenario cada vez más árido, oscuro e incomprensible, lleno de cosas inservibles, entre las que solo brillará, si conservamos su recuerdo, la luz de los cisnes de Rubén Darío.