Hace más de 35 años que Alfonso Guerra anunció que había firmado el parte de defunción de Montesquieu; pero, realmente, no estaba muerto. Por fortuna, y pese a los esfuerzos continuos del PSOE, El espíritu de las leyes sigue vivo. La separación de poderes y el respeto a las instituciones siguen siendo fundamentales para evitar el autoritarismo de cualquier Gobierno.

Si con el asunto de los indultos a los independentistas catalanes condenados por sedición, Pedro Sánchez se sitúa al margen de la Justicia causará un gravísimo daño a nuestro sistema político, sin contribuir ni un ápice a resolver el llamado problema catalán, al que sería más propio denominar problema de la falta de respeto de los independentistas catalanes al resto de españoles.

El Diccionario Panhispánico del Español Jurídico de la RAE define el indulto como «una medida de gracia que puede adoptar el Consejo de Ministros por la que se dispone la remisión de todas o de alguna de las penas impuestas al condenado en sentencia firme». No debemos confundirlo con la amnistía. Indultar equivale a perdonar total o parcialmente el cumplimiento de la pena, después de ser condenado en sentencia firme; mientras que amnistiar consiste en perdonar el delito, y, además, ésta última es una medida de gracia de carácter general, no individual como el indulto.

Históricamente, el indulto era una prerrogativa regia, es decir, el privilegio que tenía el rey consistente en perdonar el cumplimiento de la pena una vez condenado el reo. Todavía, nuestra Constitución de 1978 atribuye al Rey la facultad de indultar. No obstante, como ha asentado en su jurisprudencia el Tribunal Supremo, en una monarquía parlamentaria como la nuestra esa potestad realmente corresponde al Gobierno. El papel del Rey se limita a firmar el real decreto por el que se concede el indulto.

En cuanto a su forma, la amnistía requiere ser concedida mediante una ley, mientras que el indulto es, en realidad, una decisión del Consejo de Ministros, no del presidente del Gobierno, que ha de revestir forma de real decreto. Curiosamente, la ley que regula el procedimiento de concesión del indulto es de 1870, y está refrendada por el histórico republicano Ruiz Zorrilla. Naturalmente, ha sido revisada para ser adaptada a la vigente Constitución, pero en lo esencial sigue siendo la misma. En esa Ley, de obligado cumplimiento en la tramitación de estas medidas de gracia hoy, se establecen una serie de requisitos formales sin cuyo cumplimiento el Gobierno no puede conceder un indulto.

Por extraño que parezca, la Ley no exige que sea el condenado o su familia quien tenga que solicitar la medida de gracia, incluso permite al Gobierno tramitarla sin que haya sido solicitada por los particulares o propuesta por el tribunal sentenciador. Tampoco exige expresamente que tenga que haber manifiesto arrepentimiento del condenado. Lo que sí es preceptivo es que el ministerio de Justicia recabe informe del tribunal que dictó la sentencia condenatoria. Esta es la razón por la que el Ejecutivo de Sánchez no ha tenido más remedio que solicitar el informe del Tribunal Supremo.

El tribunal sentenciador tiene que atenerse al mandato de la citada ley decimonónica y emitir un informe donde debe hacer constar «especialmente las pruebas o indicios del arrepentimiento del condenado», y deberá concluir consignado «su dictamen sobre la justicia o conveniencia y forma de la concesión de la gracia». Pese a que expresamente no se exija, de la lectura de la Ley se deduce que, tácitamente, sí se requiere el arrepentimiento del condenado.

En el caso que nos ocupa, la discrepancia sobre la conveniencia del indulto entre el Gobierno y el tribunal que dictó la sentencia plantea dos problemas de gran calado. Por un lado, según la Ley, «la aplicación de la gracia habrá de encomendarse indispensablemente al tribunal sancionador», es decir, en este caso tiene que ejecutarla la Sala Segunda, de lo Penal, del Supremo, que ya ha manifestado que estos indultos no se ajustan a derecho. En segundo lugar, y para mayor escarnio del Gobierno a la Justicia, los condenados no solo no se han arrepentido, sino que consideran que lo que hicieron no era delito y, por tanto, volverían a hacerlo.

No cabe duda de que el indulto es una facultad del Consejo de Ministros, pero los actos del Gobierno no pueden estar al margen de la legalidad, de hecho, no lo están, sino que pueden ser sometidos al control judicial por el propio Tribunal Supremo. Cabe pensar que si Sánchez obvia la Justicia y obliga al Rey a firmar los reales decretos (uno por cada indultado), un posterior recurso ante la Sala Tercera, de lo Contencioso-administrativo, del Supremo los anulará, si los considera arbitrarios, y realmente lo son. Conviene no olvidar que la jurisprudencia del Alto Tribunal ha reconocido que el Gobierno es libre para elegir y valorar las muy variadas razones de justicia, equidad y utilidad pública, pero también ha dicho que en ningún caso el Ejecutivo puede actuar arbitrariamente.

Estos indultos, como dice literalmente el Tribunal Supremo en su informe, son ‘inaceptables’, sobre todo por la contumacia de los condenados: no se han arrepentido y han manifestado su voluntad de volver a hacer lo mismo, es decir, de reincidir en el delito. En estas condiciones, nada bueno para España acarrearán estas medidas de gracia, porque suponen un menosprecio de la división de poderes y una erosión de las instituciones imprescindibles para garantizar los derechos fundamentales y las libertades públicas. No creo que Sánchez haya leído El espíritu de las leyes, pero sí creo que Montesquieu vive.