Sorprendía, el pasado 23 de abril en los estudios de la cadena SER, el tono macarra y faltón que exhibía una persona que se había educado en colegios privados y religiosos de élite y que procedía de la más refinada aristocracia colonial hispanocubana. Efectivamente, Rocío Monasterio desplegó contra la propia conductora del programa, y particularmente contra las tres fuerzas progresistas presentes en la mesa, una retahíla de insultos y provocaciones, tras negarse a condenar unas amenazas terroristas, que abortaron un debate que devino imposible por la chulería chabacana y agresiva de la representante de la extrema derecha.

A raíz de esa situación, Àngels Barceló y Ángel Gabilondo viraron su discurso, desde esa equidistancia que rechaza los ‘extremos’, hacia una posición nítidamente antifascista, que llevó al candidato socialista a pedir un cordón sanitario contra Vox, expresión de un endurecimiento de la posición del PSOE respecto de este partido. Lo que pasó ese día es, sencillamente, que tanto la periodista como el político percibieron, a muy pocos centímetros de sus caras, el fétido aliento que emanaba de la garganta de la ultraderecha. Y sintieron repugnancia.

El fascismo surgió en Europa, hace ahora un siglo, con la decidida intención de contener la pujanza del movimiento obrero y derrotar a una izquierda crecida tras el triunfo de la revolución soviética. Fue una criatura de las élites y, para conseguir sus fines, no dudó en implantar dictaduras terroristas en casi todo el continente. En estos tiempos no se puede permitir la supresión de las formas parlamentarias y las elecciones, así que se ha centrado en limitar el derecho de sufragio y convertir los medios de comunicación en trincheras contra la izquierda. En EE UU, Trump no reconoció los resultados electorales y su partido se empeña en estos momentos en modificar las leyes electorales de los Estados a fin de obstaculizar la participación de las minorías. En España, Vox anhela privar de la posibilidad de votar al 25% del censo electoral mediante la ilegalización de una serie de fuerzas políticas. Y Ayuso convocó unas elecciones en día laborable para dificultar el voto de los sectores más vulnerables de las clases populares, aquéllos que por trabajar en la economía sumergida o padecer una precariedad extrema, no pueden permitirse disponer de cuatro horas para acudir a una urna.

Así pues, el fascismo de los años 30 del siglo pasado y el actual coinciden en restringir el ejercicio de la democracia cuando ésta amaga con ofrecer unos resultados que no son del agrado de quienes verdaderamente mandan. Pero comparten más cosas. El cartel que Vox colocó en el metro madrileño contra los menores inmigrantes no acompañados mezclando magnitudes (lo que cuesta una plaza en un centro de menores frente a una pensión no contributiva) que no son en absoluto comparables, recordaba aquellos carteles de la Alemania nazi en los que se aludía al daño que hacían a las arcas públicas los judíos o los discapacitados. La estrategia es la misma: se lanzan bulos para criminalizar y deshumanizar a sectores vulnerables y rivales políticos, generando un sentimiento de odio hacia unos y otros que canaliza la frustración de la gente hacia el terreno de la visceralidad emocional, que es el caldo de cultivo donde emergen las políticas carentes de racionalidad y empatía hacia nuestros semejantes.

Por ello, resultó perfectamente coherente el planteamiento que hizo suyo la izquierda en la pasada campaña madrileña en el sentido de que el 4 de Mayo se dilucidaba entre fascismo y democracia. Hay quien ha asegurado que esa dicotomía es tan irreal como la de libertad o comunismo que ha esgrimido la derecha. No lo creo. Esta última disyuntiva es abstracta e imprecisa: remite a valores o ideologías que se sitúan en el ámbito de la interpretación subjetiva. Sin embargo, la primera es concreta, nítida, ponderable.

Lo hemos apreciado en EE UU. Trump es fascismo: ignora los resultados electorales y asalta el Capitolio para seguir perpetrando políticas que van contra la salud de la gente, el medio ambiente y la igualdad social. Biden es democracia: inyecta en la economía americana el equivalente a tres veces el PIB español para fortalecer los servicios públicos, vacunar a todo el mundo (proponiendo la liberación de patentes de las vacunas), alcanzar el pleno empleo, reducir las desigualdades y caminar hacia una economía verde. Gravando, por supuesto, a los más ricos. Aunque siempre se pueda asegurar que podría, y debería, llegar más lejos, sobre todo en el ámbito internacional.

Porque ése es el camino para neutralizar el populismo reaccionario: proteger a la gente, sobre todo a los más vulnerables, de las consecuencias de una crisis sobrecogedora como la que vivimos. Si en lugar de la contundencia en este sentido, se opta, como ha hecho el Gobierno progresista de coalición, por la tibieza, las medias tintas y el quiero pero no puedo, además de propugnar impuestos regresivos, se impone el discurso simple y facilón, plagado de fakes, de demagogos incompetentes, que apelan a identificaciones ridículas (‘la libertad es tomarse una caña’) incrustadas en un nacionalismo artificial y vacío (‘vivir a la madrileña’).

Como acaba de ocurrir en Madrid. Donde Trump, después de perder en EE UU, ha arrasado.