El pasado 15 de abril se cumplieron dos años del incendio de Notre Dame. Cuando se olvidaron las portadas que dieron la noticia y apenas se conocen los pequeños e intrincados lazos que, en la distancia, unen dos catedrales bajo la misma advocación, rescato este breve ensueño sobre el tiempo y la fuerza de la palabra.

Desde cualquiera de las alturas de París, el espectacular incendio de Notre Dame es un resplandor cálido que surge del interior del templo con un efecto hipnótico. La contemplación del fuego provoca una atracción extraña, como el reclamo de una caverna a resguardo de la intemperie y, a la vez, un instintivo pavor nos impele a una fuga desesperada. Las sensaciones son tan vívidas como un déjà vu que nos llama con la voz dulce y misteriosa del relato. Súbitamente, me veo como narrador en primera persona. Las llamas se divisan desde la Rive gauche y camino con premura hacia ellas por la rue Dante, ¡paradójica premonición! Cruzo a la Isla de la Cité y contemplo las magníficas arquivoltas de Notre Dame que abren el paso a las mismísimas entrañas de la tierra. Las llamas levantan nimbos de humo gris que absorben la luz y se alzan en altos cúmulos, mientras el calor incendia las mejillas e inflama el pecho con la respiración.

El cuadro pareciera las puertas del mismo infierno. Como narrador omnisciente, penetro en el templo y veo las inmensas columnas enfrentadas en altas ojivas que horas antes recibieran la luz cromática de las vidrieras en un anticipo de los campos elíseos. Alzadas ahora terribles y flamígeras, muestran con el embrujo del fuego el poder maligno de oscuras tinieblas. Descubro a mi lado a un anciano suplicante cual rapsoda ante la expectante audiencia: no me mueve mi Dios para quererte, el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido, para dejar por eso de ofenderte… acaso sus ojos hubieran visto los recónditos vericuetos del averno conducido de la mano de Virgilio.

El crepitar de las llamas se hace oír con un sordo eco que amortigua las sirenas ululantes de los alrededores de la iglesia. Al caer la alta aguja, plegaria vertical, antena orante señalando a los cielos, me pregunto qué Dios omnipotente consiente estas ascuas infernales en su templo. ¡Vuelve aquí, frágil memoria! Ese Dios envió a su hijo para una redención que no mereciera la estirpe de Abraham, ni ninguna otra. Sabes bien que hay multitud de templos semejantes que han sido pasto de las llamas al poco tiempo de su construcción. Han tardado siglos en erigirse, ad maiorem gloriam dei, como si el tiempo no fuera menos elástico que la conciencia del pecador.

Esta obra de siglos no es eterna, pues no hay nada que permanezca más allá del tiempo inimaginable. Todo perece, hasta la piedra que semeja intemporal, no importa la idea que se siga, los dioses que se veneren, pues ni siquiera éstos permanecen. Este lugar contempló primero el culto de los druidas, antes de acoger otros paganos ritos adoradores de Júpiter, mutados en nombres y mitos para terminar en sagrado de los cristianos, y aun éstos cambiaron el culto de Saint Étienne, protomártir, para dedicarlo a la madre del Ungido.

¡Qué hay, pues, de lo eterno! ¡Qué del mismo Dios! Tú me lo preguntas, conciencia, mientras asistes a un auto de fe, de muerte que será antesala de una nueva resurrección. Tú, que has visto y leído historias como la del fénix que renace de las cenizas que lo consumen. Pregunta al vate que recita en tu oído, pues fue Víctor Hugo quien salvó este templo con la potencia de su literatura hasta rasgar el velo de las conciencias de sus contemporáneos. Inyectó en sus lectores el alma de un jorobado, condenado por su deformidad de manera semejante a estos muros góticos, antiguos y trasnochados en la imagen antigua del mismo Dios, pues los parisinos ya sentenciaban su demolición tras un largo abandono a la pereza y a la ruina. El espíritu del Romanticismo liberó a Quasimodo, restauró la iglesia y devolvió la luz a sus muros, el aire a sus arbotantes y hasta la frescura a sus irreverentes y temibles gárgolas.

Mi guía es el fabulador que embaucara a todos con su voz, ese genio de las Letras que escribía relatos que nadie podía imaginar inverosímiles. El protagonista de su novela, originariamente titulada Nuestra Señora de París, no es un ser deforme, sino el propio templo, majestuosa y luminosa obra del gótico. La novela nacida de sus muros levantó la causa y el sufragio de su rehabilitación hasta generar un delirante fervor romántico que propagó el estilo neogótico con inusitada fuerza. Algunos años más tarde, fue nuestra catedral de Santa María la que se incendió. Si bien entonces no fue la voz de Víctor Hugo la que clamó por su reconstrucción, fue neogótico el retablo que engalanó de nuevo su altar mayor.

Nuestra Catedral recompuso el crisol de estilos que suele ser propio de la morosa construcción durante varios siglos de una obra semejante. Gótico flamígero es el esplendor de los Vélez, renacentista el de Junterón, el imafronte es obra de un virtuoso barroco y en la torre, el acopio de los anteriores estilos remata en un campanario rococó y una cúpula neoclásica. Mientras esto sucedía, el aedo de Notre Dame alzaba al forzudo Jean Valjean de Los Miserables en el papel de héroe incontestable.

París es la capital del mundo y todo el dolor del mundo es un dolor de París, escribió Victor Hugo en una publicación colectiva que se llamó Paris–Murcie, editada para recaudar fondos en pro de los damnificados de la riada de Santa Teresa allá por 1879.

Hay una pequeña placa en la plaza de Hernández Amores que recuerda la impagable solidaridad de los periodistas franceses, que promovieron una importante colecta por toda Europa. Los periodistas murcianos, encabezados por quien da nombre a la plaza de la Cruz, publicaron después en agradecimiento un Murcia–Paris modesto y emotivo.

Aunque la Literatura haya perdido su potencia salvífica, no faltarán fondos para restaurar Notre Dame, pero Murcia tiene una deuda de honor con ella, con Victor Hugo y con la fuerza de la palabra escrita. Vaya desde aquí este modesto tributo.