Nunca fui calígrafa: mis maestras elogiaban de niña mi buena ortografía pero insistían siempre en que me aplicara a mejorar los trazos de mis letras, en los que no faltaban los antiestéticos tachones o los retintes que trataban de corregir de forma menos agresiva los frecuentes e inoportunos lapsus calami. Pese a ello, el hecho de mostrar cierta soltura en el uso escrito de la palabra me ha hecho ejercer de pendolista en diversas ocasiones. A propósito de esto, recientemente he conocido de labios de mi hermana Ana una historia de amor que se originó hace alrededor de sesenta años de una forma extraordinaria, gracias a la cual hoy están en el mundo el mayor de mis sobrinos y una de mis ahijadas (Paco y Julia), pero esa es otra historia que algún día contaré.

Mi abuela María acostumbraba a recurrir a mí periódicamente para responder a las cartas que llegaban del tío Paco, su hermano, que marchó a Francia con motivo de la guerra civil y al que nunca conocí. Volvió en una ocasión para visitar fugazmente a su madre, la longeva bisabuela Celedonia; de su padre, Félix Salmerón, cuentan que murió de pena como consecuencia de la muerte en el frente de su hijo Juan, el menor de todos, cuando aún no había cumplido los 18 años. Las palabras de ese intercambio epistolar, en el que tuve el honor de servir de puente durante unos años, fueron el único enlace entre los dos. Mi abuela confiaba en mí, y me decía «tú sabes mejor qué poner». Recuerdo ahora con nostalgia aquellos ratos que confieso a veces se me hacían interminables, cuando no sin dificultad intentaba enhebrar los retazos de vida que ella me iba proporcionando como materia discursiva. Luego yo se los leía, y con su sonrisa de aprobación y su firma los introducía en el sobre que habrían de llevarlos a su destino traspasando la frontera patria, como certificaba la respuesta, en una pulquérrima letra cursiva que parecía reposar delicadamente sobre el papel de carta pautado que recibíamos de vuelta, mi abuela con evidente ilusión, y yo entonces no sin cierto fastidio por lo que implicaba.

Hoy quiero adelantar un episodio que en un futuro esperamos llegue a formar parte de un libro, el que mi amigo y pariente Nilo (José Salmerón) desea ver impreso, con sus vivencias, que, como él dice, representan el polo opuesto de Mar adentro, la película coescrita y dirigida por Alejandro Amenábar y protagonizada por Javier Bardem, Belén Rueda y Lola Dueñas. En ella se narra la historia de Ramón Sampedro, que consiguió quitarse la vida en 1998 (treinta años después del accidente que lo dejó tetrapléjico), con la asistencia de su amiga Ramona Maneiro, lo que contribuyó a renovar en España el debate por la legalización de la eutanasia. No es mi intención ni mucho menos rivalizar en calidad discursiva con el relato de Amenábar, ni pretende mi amigo otra cosa que exponer su punto de vista, desde la perspectiva autorizada que le da llevar viviendo en un cuerpo inmóvil desde el diez de marzo de 1981. Hoy hace justamente cuarenta años y un mes.

Después de un fin de semana de esquí en Austria (Pepito, hijo de emigrantes murcianos, vivía en Suiza completamente integrado) para celebrar la conclusión exitosa de un ciclo de sus estudios de mecánica junto con sus amigos, un lunes por la noche salió a seguir celebrando la vida. En un tiempo en que no había móviles para poder avisar de posibles contratiempos, a su regreso se encontró a su madre esperándole enfadada. Al día siguiente tenía que madrugar para recomenzar sus estudios, y su tardanza la había preocupado. «Te prometo, mamá, que esta ha sido la primera vez y será la última», le dijo Pepe. Y sus palabras fueron premonitorias.

El fatal día en el que sufrió el accidente, su hermana y su cuñado le habían insistido para que les acompañara a tomar una cerveza, pero él prefirió ir al gimnasio. En uno de los ejercicios gimnásticos, tras una voltereta, cayó al suelo sentado y al intentar incorporarse se desplomó hacia atrás mientras sentía cómo se le cortaba la respiración. Rápidamente acudió el médico de cabecera del pueblo, que recomendó llevarlo al Hospital de Saint Gallen en ambulancia. Allí lo sometieron a interrogatorios que incrementaban su angustia mientras todo parecía confirmarle la gravedad de su estado, pero ni en esas circunstancias perdió su característico buen humor. Me dice que mientras lo medían él preguntó si las medidas eran para la caja, y les suplicó que le hicieran lo que tuvieran que hacerle sin preguntarle más. Esa misma noche fue operado y trasladado en helicóptero al centro de parapléjicos de Basilea, donde permaneció nueve meses y medio. Y ahí comenzó la historia que quiere que yo cuente.