El axioma esencial de la derecha española se resume en que Adriana Lastra es el paradigma de chupóptera de lo público. Política de profesión sin estudios universitarios y vividora del partido desde su primera nómina hasta su jubilación en una empresa pública de algún recóndito ministerio bajo el influjo del socialismo.

Como Adriana Lastra hay miles de cargos públicos en este país que han decidido tomarse en serio el lenguaje inclusivo por el bien de los derechos de la mujer y, en solidaridad con nuestro género, han dejado de ser cargos públicos para convertirse en cargas públicas.

Los perfiles son todos equivalentes: personajes que con 20 años reciben nóminas de más de 50.000 euros al año por ser asesores de no sé sabe qué en la concejalía de no sé sabe dónde; presidentes de Nuevas Generaciones sin oficio ni beneficio jugando a ser políticos de Playmobil para ser diputados regionales y pisar moqueta como sus mayores; asistentes de gabinetes que no saben redactar dos frases seguidas en español con una cierta coherencia pero que concatenan puestos de confianza como si recibir el primer sueldo público ya lo posicionara a uno como funcionario de la política.

Estos perfiles, clásicos en la España bipartidista, tienen un compañero de viaje peor. No por la gravedad del desagravio, que es equivalente, sino por la hipocresía. Me refiero a los que nos prometieron que venían a regenerar la política ‘desde la sociedad civil’ de las colas del paro, que igual les hubiera dado PP que Vpx que Cs, y que ofrecen lecciones de dignidad y buen hacer desde una poltrona que les queda tan enorme como la portavocía del Congreso a una Adriana Lastra cualquiera.

La política es un oficio noble a pesar de los que lo ensucian, bien pagado para los que jamás soñarían con recibir una nómina como directivos de nada, agradecido por las oportunidades que ofrece y, al contrario de lo que parece, con cierta estabilidad si uno sabe cómo moverse entre las bambalinas de lo orgánico. Ser ‘político de profesión’ no tiene por qué ser esencialmente malo, y de hecho no creo que ser becario de La Caixa durante dos años antes de ser político le ofreciera a Albert Rivera ni un ápice de la intuición que estuvo a punto de convertirle en el presidente del Gobierno que hubiéramos necesitado los españoles.

La política es una profesión en profundo descrédito porque ha habido muchos españoles que se han servido del servicio público para garantizarse un servicio privado que les hubiera sido totalmente ajeno en el ejercicio de su profesión. Que un joven sin oficio ni beneficio tenga una nómina superior al 90% de los mortales única y exclusivamente por ser leal (eufemismo de pelota) al líder del partido es tan aberrante como que quien lo denuncie desde el otro lado del espectro sea un representante de esa ‘nueva política’ que haya pasado de necesitar subvención pública para vivir con dignidad a ser de clase alta gracias a un escaño de esos españoles que les votaron buscando devolver la dignidad a las instituciones.

En esta amalgama de nadies empeñados en destruir nuestro país por acción y omisión hay excelentes servidores públicos, buenísimos asesores y miles de ciudadanos bienintencionados que se acercan a la política sólo para hacer de España el país que merecemos los españoles. Es una pena que, en ocasiones, los que vinieron a regenerar a los buenos acaben degenerando hasta a los malos.

Será que no tenemos solución.