Lo de las monarquías se ha quedado principalmente como una de las versiones posibles de un sistema de democracia parlamentaria. Precisamente una versión que le sienta realmente bien (obsérvese el doble sentido) a las naciones con imperiales y nostalgia de imperio, como pueden ser las británicas, españolas, sueca u holandesa. La de los belgas, por el contrario, es un invento reciente de las potencias europeas que se podrían haber ahorrado, y todo hubieran sido beneficios. Buscando crear un territorio neutral para dividir a alemanes y franceses (cosa que al final no importó un comino) , alumbraron una monarquía criminal que, bajo el reinado del nefasto Leopoldo I, fue responsable del mayor genocidio de la historia colonial en África y que recientemente se ha convertido en un estado frankestein siempre a punto de romperse. También existen monarquías con rémoras autoritarias como la tailandesa, pero no deja de ser una excepción en un conjunto más o menos armónico de monarquías actualizadas y con un importante respaldo ciudadano. O por lo menos eso pensábamos hasta ahora.

Porque este último año está siendo (de nuevo) un annus horribilis para varias monarquías, empezando por la nuestra. El rey emérito y sus hijas dando la nota y escandalizando un día sí y otro no a la opinión pública, siguiendo por los Reyes de Holanda, Guillermo Alejandro y Máxima (qué nombre de mujer tan sugerente por otra parte) y terminando por supuesto con la monarquía entre todas las monarquías, que es la británica.

Comparada con la atención suscitada en la última semana por las declaraciones de Meghan Markle y su esposo el príncipe Harry a la popular Oprah Winfrey, en una entrevista que atrajo una audiencia solo comparable a la de la Super Bowl, lo de nuestro rey emérito y su insensible progenie es una anécdota que ha pasado prácticamente desapercibida ante la opinión pública mundial.

Y es que los reyes modernos, despojados de su «por la gracia de Dios» y el expedito sistema de librarse de los herederos rivales mediante envenenamiento u otra variedad del arte de matar, tienen que ganarse el pan de cada día mediante la aceptación popular medida por encuestas precisas y oscilantes, como los ratings de un programa de televisión. Y como precisamente ese es su punto débil, no es extraño que los que quieran perjudicar a los royals recurran a la denuncia pública para afear sus defectos. Difícil le va a ser a la familia real británica deshacerse del sambenito de ‘racista’ lanzado por la otrora actriz secundaria de una serie de abogados. Y va a ser difícil en primer lugar porque no tienen ninguna prueba fehaciente que exhibir en contra.

El hecho de que la incombustible reina Isabel II sea jefe de Estado de muchas países de mayoría negra no es prueba suficiente de amor por la gente de color. Eso sería como decir que no eres racista porque das empleo a tu chófer negro y le preguntas por los hijos que ha dejado en el Congo. La prueba del algodón del racismo de la realeza británica es que no existía hasta Meghan ningún antecedente de miembro de color, en este caso mestiza. Probablemente con motivo, porque ya hemos visto cómo les ha salido la novedad.

Ya lo vimos con el caso de Diana de Gales. Una chica de buena familia más tonta que Pichote que se había creído a pies juntillas las historias de príncipes y princesas que leía en la escuela primaria, y que se revolvió contra su familia política sin causar otro daño a largo plazo que renovar la popularidad de los royals una vez que entendieron que las reglas del juego de la opinión pública habían cambiado: la monarquía se ha convertido en parte de un reality show que debe dar pasto regular a los fieles espectadores de clase media baja que alimentan el prime time y leen la prensa amarilla (eso en Inglaterra, porque aquí como mucho oyen la radio por las mañanas y compra el ¡Hola!).

También han vivido un año del coronavirus envuelto en escándalos los reyes de los Netherlands, como ahora se hace llamar el país antiguamente llamado Holanda, con sus huidas vacacionales en yate de lujo a su casa en Grecia en pleno confinamiento de sus súbditos, incluso haciéndose fotografiar en su restaurante favorito sin medidas de protección y compartiendo la imagen en sus redes sociales. Tanto se cabrearon los holandeses (con un descenso espectacular de los ratings de aceptación de la monarquía) que Guillermo Alejandro tuvo que pedir perdón y prometer que no lo volvería a hacer. ¿Recuerda eso a algún otro rey cercano arrepentido y no por eso menos reincidente?

La pregunta del millón que nos hacemos es si esos excesos y esos autos de fe melodramáticos en los que se arrepienten de sus pecados no serán precisamente el alimento imprescindible de la legitimidad de las monarquías contemporáneas en la era de los populismos y las fake news. ¿Quién no recuerda el incidente de la reina Letizia y su suegra, la reina Sofía, a la salida de la Catedral de Palma a propósito del comportamiento de las infantas? Fue sin duda un espectáculo televisivo de primera magnitud, el único reciente, aparte de las andanzas del emérito en los Emiratos, que consiguió desplazar a la Pantoja y sus retoños del prime time televisivo.

Inútil empeño tienen los republicanos de conciencia, como los independentistas catalanes y vascos, y sus compañeros de viaje como Unidas Podemos, queriendo sustituir las monarquías parlamentarias con su respectivo boato casamentero por un república aburrida y moralista como la que disfrutamos y padecimos, según el presidente de turno, en los años treinta del siglo pasado. O por el desastroso experimento cantonalista del siglo anterior.

Solo hay que mirar el lamentable espectáculo televisivo que dan las repúblicas no presidencialistas como Portugal, Italia o Alemania para rechazar de plano la posibilidad de cambiar de modelo de Estado. Porque (y este es el secreto de las monarquías actuales) cuanto más bulla metan, más comisiones ilegales cobren, más racistas sean, más incumplan las normas, y más elefantes y leones maten a sangre fría, mejor espectáculo dan.