EL ROMANO QUE ME MIRA DESDE MI CONCIENCIA

Escribo estas líneas desde la cafetería del Parador de Carmona. Espero a que el camarero me sirva un café con leche mientras observo de reojo la carta de los gin-tonics, al lado de un ensayo sobre la peste antonina. Uno no está acostumbrado a estos lujos, pero un día es un día, como dijo Quevedo. Las medidas sanitarias se han impuesto a nuestras preferencias y lo que en años anteriores hubiese sido un viaje a Berlín, una escapada a Madrid, un fin de semana en Florencia, este año se ha convertido en una expedición dentro de los límites de la provincia en la que cada uno reside. Convivimos con la anomalía de esta novedad incómoda, como una comida sin postre o un vino agrio. La aceptamos con resignación y escapamos de su monotonía a través de un recuerdo o de un futuro esperanzador, que cada vez está más lejos, que cada día pesa más. Uno se palpa el corazón, busca dentro de sus bolsillos y comprueba que todo sigue en orden: los seres queridos, la cuenta corriente y las canas, haciendo acto de presencia en la barba. Otros han perdido familiares y amigos. La tragedia también va por barrios, pero la plaga empieza a asaltar toda la ciudad.

Si hace un año me hubiesen dicho que pasaría un fin de semana a treinta kilómetros de mi vivienda habitual no lo hubiese creído. Incluso se llega a disfrutar esta cercanía, como en los tiempos de las excursiones escolares. El patio de este castillo medieval (dicen que del rey Pedro I, para culminar la ironía del destino) se muestra tranquilo. Hay una fuente que no desprende agua y eso hace que el hielo de la copa que el camarero me ha traído suene de forma más desoladora.

Reside cierto placer en esta soledad, que no es más que un ‘quiero y no puedo’ viajero. Nadie hubiese imaginado que llegaríamos a echar de menos las colas de los aeropuertos y que añoraríamos los asientos de Ryanair como plazas soleadas en verano.

Pero insisto en la belleza de las pequeñas cosas. Contemplo la vega del Guadalquivir, los campos verdes preparados para el pasto, una extensión de colores que se empiezan a parecer a la primavera y una niebla densa que humedece los cristales. El paisaje me sugiere, tal vez, esa copa de ginebra a la que siempre le he sido tan esquivo. No esta, sino la que no disfruté, tiempo atrás, con otra gente en otras ciudades. No es época de rechazar placeres, por supuesto, pero la evocación de ciertos recuerdos no hace más que añadir amargura a la tónica. En nuestro mundo de hoy (al menos el de hace un año) viajar constituía un ejercicio tan habitual como respirar. Habíamos conseguido equiparar las cafeterías de los aeropuertos con la antesala de las fruterías. Tomar un avión, mirar el horario de los trenes y concertar una cita en blablacar se había convertido en un acto de pura necesidad. No había fronteras en nuestra vida. Ahora nos sentimos (me siento, insisto) como un niño caprichoso que lo ha tenido todo y que llora porque conoce el verdadero rostro de la realidad.

Y no dejo de pensar que estos tiempos, con sus estrecheces, sus miserias y desconciertos se parecen mucho más a los que vivieron mis abuelos, incluso mis padres, que a los que teníamos todos un año atrás. Marzo de 2020 nos recordó el lado mortal de nuestro progreso, la indefensión de nuestra época, no tan distinta a otras, pero también la poca entereza con la que afrontamos nuestro devenir. Aquí me ven, melancólico y lloroso en un Parador y con un gin-tonic, cuando mis abuelos no se hubiesen permitido en cuarenta años cotizados una noche en el Parador de Mojácar. Desde la cristalera del tiempo imagino a mis antepasados observándome con extrañeza, dudando de si ese hombre empequñecido por las circunstancias es de su misma sangre. Los veo adivinar algún gesto familiar, una forma de entonar la voz puramente lorquina y una manera de doblar las piernas muy de Sutullena, pero se esfuman cuando ven al camarero traer la segunda copa con un plato de golosinas confitadas de tristeza.

Porque mi estado de ánimo tiene mucho que ver con el narcisismo de nuestra generación. Hemos nacido en una época en la que todo está permitido. Ojeo el folleto que he sacado de mi gabardina. Se trata de un papel con información sobre la necrópolis romana de Carmona. Pienso al leer las primeras líneas que Roma llega a todas partes. Sus raíces se cuelan como una lluvia fina e intensa en las grietas de nuestra vida. Roma está en nuestra gastronomía, en nuestra arquitectura, en la forma de nuestras plazas, en los chistes que contamos y en las maneras corruptas de nuestros políticos. Roma también se deja sentir en la muerte. Ha sobrevivido al olvido de esta ciudad llamada Carmo en otros tiempos una necrópolis.

La ciudad de los muertos es un campo agujereado, cubierto de césped en donde se abren grandes fosas en forma de cuevas. La fuerza de la muerte siempre se impone a la vida, pero no como un hecho espurio. Hay mucha belleza en las losas de mármol viejo, amarillento por la arena, que legitima un nombre cualquiera rescatado del tiempo. Me detengo en la tumba de Servilia. Mi cabeza piensa en la madre de Bruto, pero descarto la asociación de ideas. El nombre de Servilia debía ser como el de María en España, precioso y común como la mayoría de las cosas normales de la vida. Su mausoleo es una plaza donde descansan restos de columnas. En algún tiempo tuvieron que soportar un techo. Allí dormirían para siempre sus esclavos, sus hijos, su marido y sus amantes, pero la posteridad ha querido salvar a Servilia y no a los demás.

Servilia, como el resto de los enterramientos de la necrópolis, falleció entre el siglo I y II. Leo que en torno al año 165 y 180 la peste conocida como antonina (porque el propio emperador falleció a causa de ella) asoló al Imperio, matando a cinco millones de personas, casi un tercio de la población total. El historiador Morris Silver especifica que la peste diezmó todas las partes del Imperio, desde la capital a la periferia. Intento contar el número de muertos que dejó la antigua pandemia en este lado del mundo, el mismo que hoy piso yo. Imagino a los romanos de Carmo serenos, porque siempre pienso en ellos como estoicos, ya fuesen esclavos o senadores. Contemplo sus vidas a través del vaso de ginebra, los sueños que no pudieron cumplir por culpa del virus de la viruela o del sarampión (los arqueólogos y médicos no se ponen de acuerdo sobre la causa de la enfermedad). Los veo construyendo los mausoleos que, por azares del tiempo o por escatología de algún dios caprichoso, permanecerán ocultos durante siglos. Estuco a estuco, el romano construyendo el hogar de su memoria, soportando las inclemencias y sobreviviendo a las jornadas de trabajo, sacando la cabeza por encima de los hombros y descubriendo un cielo hermoso, a pesar de todo.

Porque cada tiempo deja sus miserias. El mundo de hoy despierta con las colas del paro, el colapso de los hospitales y la incertidumbre de una juventud con escasos puntos de apoyo moral. La pandemia pasará, como se termina esta copa de ginebra a la que ya solo le quedan dos hielos maltrechos y una rodaja de limón. Algo me dice que esta melancolía viene acompañada de grandes dosis de egoísmo. En un día he visitado una necrópolis romana y he dormido en el castillo donde, un día, el rey Pedro I contempló la misma vega que veo yo hoy. Y aún así, siento que muchos de estos días están perdiéndose para siempre en un recuerdo oscuro. No serán los mejores de nuestra vida, pero al romano que me mira desde el reflejo de mi conciencia todo esto le parece una broma de mal gusto.