El pasado Lunes entraba por primera vez en la Ciudad de la Justicia. Siempre he pensando que la arquitectura de algunos edificios inquieta, no es amable y teniendo en cuenta que las visitas a según qué lugares son de todo menos amables, pues nada acompaña, bueno sí, el vértigo y el nudo en la garganta te cogen de cada mano antes de entrar.

Colas, pasar un control de seguridad, gel, mascarillas, el seguridad que le grita al rebaño: tengan la citación en la mano, para poder acceder al edificio... Nada es amable al llegar a un lugar así, donde las paredes son frías y nada más entrar ya te sientes perdido.

Hace tiempo me tatué ‘empatía’ en mi brazo derecho, y no dejaré de denunciar la falta de ella que hay en el mundo de locos en el que vivimos. Vamos como burros sin ser capaces de mirar a hacia ningún lado que no sea al frente, sin ser capaces de ponernos en la piel de nadie, sin ser capaces de sonreír aunque sea a través de la mascarilla pero mostrar complicidad, cercanía con alguien que nos pregunta lo que sea en mitad de un pasillo. ¿Es tan difícil? Imaginen si a nuestro alrededor, en la vida, nos falta empatía; no les cuento en un juzgado.

Pasillos con las ventanas abiertas, familias, divorcios, medidas cautelares, incapacidades, órdenes de alejamiento, jueces, abogados, fiscales, papeles, montañas de papeles que son vidas, historias rotas, dolor, enfrentamiento, enfermedades, expedientes para unos e insomnio para otros, pero todo coincide en algo, lentitud, la agonía de la Justicia que tarda una vida en resolver lo que muchas personas necesitan que sea en semanas, se convierte en años.

Trabajar de 8 a 15, nunca se empieza a las 8, pero más allá de las 15 ya no queda nadie, procesos ahora informatizados que lejos de resolver el atasco han generado más aún, porque ya no tienes a quien recurrir ni preguntar, todo está en una nube o vete a saber donde. Y para colmo llega una pandemia y la Justicia echa el freno de mano, y todo se paraliza.

En un sórdido pasillo donde están los juzgados de familia, el pasado lunes le preguntaba a varias personas que me acompañaban la razón de tanta tardanza en cualquier proceso judicial y su respuesta no les sorprenderá, porque como con todo, la culpa la tiene la falta de recursos. Faltan juzgados, falta dedicar el dinero en lo que de verdad es necesario, falta personal, falta ocuparse de lo importante.

Hay quien dice que mis columnas son pura demagogia y es respetable, pero mi sentido común no puede entender que en lo esencial fallemos, y no puedo callarme. Ni un Gobierno ha destinado los recursos necesarios a agilizar procesos como los judiciales o incrementar más los recursos para la atención primaria en sanidad y más ahora en pandemia, recursos que mejoren nuestra vida. Insisto, ¿es tan difícil de entender?

Intereses, política, reparto de jueces, y mientras pasas tres años para una incapacidad, o pides medidas cautelares ‘urgentes’ y te dicen que dentro de diez meses. Perdonenme si no soy de este planeta, pero no entiendo nada.

La Justicia, esa gran desconocida para mí, que durante años ha hecho que cada vez crea menos en quienes se supone que nos deberían proteger y ayudar.

Entiendo que hay mucha gente desalmada que es capaz de todo por dinero o herencias que todo lo corrompen, y entiendo que se deban establecer procesos judiciales para mediar y culpar a quienes se comportan sin escrúpulos y principios. Pero no todos somos iguales, hay quienes queremos proteger y cuidar a los nuestros y, sin embargo, vivimos agonías para obtener un veredicto que nos ayude y, lo más importante, que los proteja. Es triste que gente se vaya de este mundo sin recibir justicia, gente que espera años y años para nada, dejándose el dinero que no tienen en procesos administrativos y judiciales eternos sin obtener una respuesta. No podemos permitir que esto siga ocurriendo y para ello los que nos gobiernan deberían hacer lo imposible por solucionar algo tan básico como mejorar la vida de los ciudadanos.

Salí de ese edificio hostil temblando y con la sensación de sentirme más desprotegida que nunca a pesar de obtener lo que fuimos a buscar, proteger a los míos, ser una familia más unida que nunca a pesar de la adversidad, la mala suerte, el desinterés y la desmotivación de aquellos que deberían entender muchas historias de familias que viven verdaderos dramas y están desesperados, porque ya es duro vivir el drama de cada casa como para enfrentarte a un muro infinito.

Un viaje relámpago a un edificio al que espero no volver, un viaje en Ave con transbordo incluido, un viaje del que aprender, a pesar de no entender lo complicado que lo hacemos todo. Pero la vida sigue y aquí estoy otra vez comida por la rutina, quedándome dormida en el sofá sin fuerzas para irme reptando a la cama. La vida que me gusta, la que a pesar de las putadas aprendo cuando me sacude la realidad, en los que hay momentos también para la paz y el silencio, para las fotos de atardeceres y una cervezas en el Lamiak.

Hay momentos para sorprenderme y dejarme llevar, hay momentos para encontrarte trabajando en un proyecto del que no dejas de aprender y sobre todo divertirme con lo que haces. Y esto último que les digo me recuerda un poco a lo que Pau Donés decíaa en su maravilloso documental, sobre lo importante de vivir y disfrutar de las pequeñas cosas que da la felicidad, tener ganas de vivir, de reír y por qué no de llorar, pues es una demostración de valentía y humildad. Qué gran lección que todos olvidamos y lo mucho que deberíamos recordarlo cada día.

Después de ver el valioso acto de generosidad y valentía de Donés, sigo sonriendo al recordarlo, no puedo más que darle las gracias allá donde esté por el regalo que nos ha hecho y como debemos recordar de lo que va esto de vivir. Gracias, Pau, por tu lección de vida y a Évole, aunque a muchos les joda, por hacerlo tan bonito.

Esta semana escribo desde el tejado. Ese al que desde que la pandemia nos sacudió hace un año no he dejado de visitar; hoy un vino y mirando por la ventana el sur de Madrid, mientras suena José Gonzalez y sonrío por lo afortunada que me siento a pesar de las zancadillas y los pasillos de los juzgados. 2021 no deja de sorprenderme, y nunca lo hubiera dicho, pero para bien. Aunque creo que lo diré bajito por si acaso la cosa se tuerce y la liamos.

Un año ya en el que todo ha cambiado, un año del primer contagio, un año que nos va tapando la cara y nos ha vuelto tristes, un año de distancias y miedo, un año de decir adiós de la manera más cruel que existe, un año que no se nos olvidará nunca, por las ausencias, el ruido político y el cansancio emocional que todos tenemos. Un año en el que la ansiedad y el insomnio han venido a visitarnos y en algunos casos para quedarse. La salud mental esa de la que Iñigo Errejón hablaba con tanta verdad en el Congreso y tan silenciada por considerarse tabú. Algo que la vacuna no va a curar, cuadros depresivos y el suicidio sobrevolando las cabezas de muchos, dramática la soledad no elegida, el miedo o el dolor del día a día. La cuarta ola será la emocional, y debemos dedicar recursos a ponernos a salvo.

Mejor me quedo con la filosofía de Pau y que salga el sol por donde quiera, aunque en el camino haya muchos edificios a los que ojalá no tenga que entrar.