Los peores pronósticos posibles se han hecho realidad. Las continuas advertencias y llamadas de políticos y médicos a la moderación de los contactos sociales no han servido de nada, y el ya de por sí difícil mes de enero (el de la famosa cuesta y los buenos propósitos de cambio, que se empiezan pero la mayoría de las veces se acaban abandonando) ha terminado siendo lo que todos temíamos pero pocos se avinieron a renunciar a algo para evitarlo. No me gusta ponerme como ejemplo de nada, pero puedo decir (porque lo hicimos) que no costaba tanto adelantar a la hora de la comida la tradicional cena de nochebuena, con el número máximo de personas recomendado, las ventanas o balcones abiertos y las debidas precauciones si no todos los comensales eran convivientes; y lo mismo o parecido para nochevieja o reyes.

Es obvio que no para todo el mundo era tan sencillo renunciar la navidad: bien sea porque es uno de los periodos vacacionales habituales, y por tanto propicio a toda suerte de viajes de placer y descanso o de reencuentro familiar; o bien porque son creyentes y practicantes y la viven también en la otra dimensión de celebración religiosa, lo cierto es que somos minoría quienes no nos sentimos demasiado concernidos por el circo de intereses comerciales y afectos impostados en que se ha convertido, o directamente la detestamos por esas razones y por algunas otras más. Pero incluso admitiendo que para mucha gente renunciar a la navidad suponía renunciar a esos reencuentros y/o a ritos religiosos de su fe, es obvio también que las voces de alarma sonaron pronto „claras y rotundas„ en el sentido de que la mayor o menor permisividad por parte de las autoridades y la relajación de las precauciones por parte de los propios ciudadanos/as podrían conducirnos en enero-febrero a una suerte de tormenta perfecta.

Pero no hicimos caso, y ni que decir tiene que así ha sido. Salvar la navidad nos ha supuesto, como ya se esperaba y se advertía, una nueva „y según todos los índices peor„ oleada de contagios, hospitalizaciones y muertes, a cuya naturaleza devastadora hay que añadir la constatación „una vez más„ de lo peor de nuestra propia naturaleza humana, en la doble acepción individual y colectiva: de las nauseabundas actitudes de quienes no han dudado ni un segundo en ignorar y saltarse los protocolos oficiales y colocarse por delante de quien hiciera falta para vacunarse; y de los nauseabundos trapicheos mercantilistas con las vacunas de las grandes multinacionales farmacéuticas, que no están dudando lo más mínimo en vender al máximo precio posible al mejor postor, incluso a costa de incumplir los compromisos adquiridos contractualmente con la Unión Europea.