Había algo mágico en Sean Connery. Tenía una especie de magnetismo que te hacía seguir sus películas sin dejar de mirarlo. Posiblemente fuesen los trajes. A nadie le ha caído tan bien un esmoquin como a él en Agente 007 contra el Dr. No. La secuencia de la partida de cartas en la que le preguntan por su nombre y responde aquello de «Bond, James Bond» mientras se enciende un cigarrillo no puede ser más elegante. Otra de sus grandes bazas eran sus dotes para la comedia. Su papel como padre de Harrison Ford en Indiana Jones y la última cruzada es humor en estado puro. La historia gana cada vez que su rostro ensimismado aparece en escena. Y no podemos olvidarnos de su deslumbrante masculinidad. De los tipos más atractivos que ha dado el cine. A la altura de Cary Grant. Otro británico, por cierto.

Sean Connery pronto llamó la atención de Hollywood y muchos de los grandes nombres de la industria no dudaron en trabajar con él. Hablamos de pesos pesados como Alfred Hitchcock, John Huston, Richard Attenborough o Steven Spielberg. Si uno se asoma a su filmografía pronto tendrá la sensación de estar frente a una colección de personajes inolvidables. A los ya mencionados debemos añadir el detective franciscano de El nombre de la rosa, el policía intocable subalterno de Eliot Ness en el Chicago de la Ley seca, el líder beréber Al Raisuli en esa épica de sables y arena que es El viento y el león, o aquel hombre loco que pudo reinar en las montañas peladas de Kafiristán.

De toda la carrera de Connery, Robin y Marian es tal vez la que mayores sorpresas me ofrece. Yo me acerqué a ella buscando una continuación de las aventuras de Errol Flynn por aquellos decorados de la Warner en Robin de los Bosques y lo que descubrí fue una historia sentimental entre dos personas en la madurez de sus vidas. Un canto de amor medieval en la línea de las grandes gestas literarias de esa época tan oscura como admirable.

La película, filmada en España, se mueve en un terreno altamente peligroso. Richard Lester nos presenta una versión otoñal del héroe de Locksley con ciertos toques cómicos. El viaje apasionante del hombre que vuelve a casa después de las cruzadas y se enfrenta a las tiranías del Sheriff de Nottingham se difumina en una maraña que en ocasiones tiende a lo absurdo. Pero sucede entonces una especie de milagro que lo cambia todo. Robin y Marian se encuentran a los pies de un arroyo. Ella se ha convertido en una monja y él ha alcanzado la categoría de guerrero legendario. Lo demuestran las cicatrices que surcan su pecho de lado a lado. Llegado un punto la conversación se detiene. Audrey Hepburn se retira la toca y deja al descubierto su melena rizada. No se muestra nada más. Sin embargo es uno de los desnudos más poéticos que ha dado el cine. Sean Connery enmudece y su mirada de fuego los devuelve a tiempos pasados.

El momento cumbre sucede en la escena final. Los viejos amantes se despiden para siempre. Robin está herido de muerte y Lady Marian pronuncia ese monólogo que tanto nos recuerda a La Celestina por su contenido apasionado y sacrílego: «Te amo, te amo más que a todo? Más que al amor o a la alegría o a la vida entera. Te amo más que a Dios». Aquí están ambos a un nivel extraordinario, respetando las pausas, hablando entre susurros, evitando cualquier exceso que podría convertir este encuentro tan íntimo en algo grotesco, queriéndose de verdad. Luego Robin Hood sujeta su arco y en un último esfuerzo le pide a su amigo Little John que los entierre donde caiga la flecha. El resto es un cielo azul a través de una ventana y un punto negro perdiéndose en el horizonte.

La gravedad terminó venciendo a aquella flecha del dios Cupido y tocó tierra el pasado 31 de octubre. Sean Connery fallecía en las Bahamas rodeado de sus familiares, muy lejos de su Escocia natal. Se marchaba de esta manera un hombre único, un ser querido para todos los que hemos crecido con su cine. Sus personajes, por el contrario, seguirán devorando kilómetros en ese firmamento de ensueño del que están hechas sus películas.