Cuando la radio es más que noticias y más que música, se convierte en un lugar donde las personas abren la cremallera de la piel para enseñar la entraña. Una voz se pega a la que está al otro lado y el mundo se llena de corazones con forma de oreja. Entonces nace la entrevista que vive debajo de la almohada, en el coche, en el sendero que conduce al mar y en lo alto de una bici de montaña. La intimidad.

Así que, cuando el tipo que hace la entrevista tiene la fortuna de encontrarse con un artista que conoce desde que tenía los dientes de leche, las emociones saben a beso primerizo, de esos que sólo recuerdas cuando ella te regalaba su boca en la segunda estrofa del Moonshadow de Cat Stevens. Hace tiempo, o unos cuantos discos, me encontré en una conversación con Armando Manzanero. La estrella me había concedido un rato mientras enlazaba un avión con otro y se marchaba, como siempre, al otro lado del mar.

Un tiempo mental donde recorrí varios miles de kilómetros de cintas de cassette llenas de canciones con novios que se aman en sitios poco iluminados, tardes lluviosas donde la gente corre para protegerse y ella no se moja porque ha decidido no aparecer en toda la canción e introspecciones sobre la belleza, el color del cabello o el brillo de unos ojos que se clavan para siempre en el lugar más desguarnecido.

Manzanero regaló sus palabras y se las entregó al aire de la radio, para que las personas que aman cotidianamente se apuntaran a seguir pensando que una canción es un campo de minas que se conecta a los corazones.

Así que, entre palabras y estribillos pasamos el rato Manzanero y yo. Y lo mismo podíamos haber seguido charlando, pero el vuelo que se lo llevaba sonó en los altavoces. Es lo primero que me dio. Y también lo último. Desde esa fecha, he podido disfrutarlo en sus grabaciones y cantando versiones de temas como Voy a apagar la luz, un bolero donde los pensamientos se convierten en imágenes y las palabras en caricias. Ahora que la radio dice que Armando Manzanero Canché ya no habita en este mundo, voy a apagar la luz habitual para encender la linterna de los sueños rotos que alumbra un bulevar donde crecen las canciones de Aute, Little Richard y Pau Donés.

Allí donde suenan las melodías de Morricone y distorsiona la guitarra de Van Halen se acaba de hacer un pequeño hueco donde cabe la vida de un tipo que supo señalar el sitio exacto donde habita el interruptor del corazón.