Acabamos de despedir a 2020, el año que ha puesto al mundo entero patas arriba. Tanto que nada resultó más negativo que ser positivo. Como hicimos con él, personificamos a su sucesor y le pedimos que nos sea propicio, mientras abominamos del que se va como si tuviera voluntad y fuera responsable de lo que a lo largo de los días que le han dado forma nos ha ocurrido o dejado de ocurrir. Y con el alivio de que, ya caduco, no tiene poder alguno sobre nosotros ni puede ejercer ninguna influencia ni nefasta ni beneficiosa.

Si de verdad el año tuviera conciencia de sí mismo el 21 estaría acobardado, tanto por las esperanzas con las que lo recibimos como por las reservas continuamente manifestadas, pues a nadie escapa que la última campanada no supone un giro total de la situación, y es evidente que durante mucho tiempo aún seguiremos sufriendo el descalabro que ya nos tiene tan cansados, incluso a los que afortunadamente no nos hemos visto afectados directamente por el virus. Su amenaza latente, con cifras alarmantes y pronóstico reservado basta para que no seamos optimistas, aunque la distribución de la vacuna que por fin se ha comenzado a dispensar y administrar a la población de riesgo sea un gran alivio. Hablamos de buena o mala vida, de buen o mal año, pero no son la vida ni el año los que en puridad debieran recibir tales calificativos, que responden a conceptos éticos aplicables a seres vivos.

El 1 de enero no es un punto y aparte, ni un punto y final, sino un punto y seguido. Ojalá pudiéramos hacer borrón y cuenta nueva de todo aquello que nos hace sufrir o nos preocupa. Como ocurre cuando uno se embarca en una mudanza, quizá hay que ver esta situación como la circunstancia más oportuna para que entre en nuestra vida aire fresco y renovador, y para asumir cambios necesarios que por inercia o comodidad postergábamos. La etimología del adjetivo insufla ánimo, pues encierra en sí la idea de la llegada a (buen) puerto y aleja la noción de tempestad que se cierne sobre nuestra frágil embarcación poniendo en peligro su estabilidad y presagiando su zozobra.

Incluso los que no nos consideramos supersticiosos (o al menos no en un grado que se pudiera considerar obsesivo), nos regimos por símbolos y señales y hasta en la serendipia encontramos indicio de una suerte de fatum amable, favorecedor de coincidencias aparentemente fortuitas.

Estos símbolos son la respuesta apotropaica a situaciones que nos amenazan y, ante la dificultad o imposibilidad de sortearlas, hemos de asumir junto con sus consecuencias. Apotropaico es el acto de celebrar la salida y la entrada de año, de brindar, de felicitarse el año, de intercambiar regalos, tomar las doce uvas en Nochevieja o comer lentejas ese día, costumbres la una española y la otra italiana que seguimos en casa cada año. Los griegos por su parte mantienen viva una tradición relacionada con la granada, fruto de beneficiosas propiedades sobre el organismo cuyo consumo ya recomendaba Hipócrates como fortificante contra la enfermedad, que es además desde la Antigüedad símbolo de buena suerte y fertilidad.

El día de Año Nuevo en el umbral de las casas se rompe una granada con el fin de que sus semillas, liberadas del yugo de la corteza, alcancen los rincones de los hogares y los llenen simbólicamente con la promesa de futuros bienes.

Cuentan las fuentes que en el 497 a. C., año en que se dedicó un templo en el Foro Romano a Saturno, comenzaron a celebrarse en Roma las fiestas en su honor, que recibieron por ello el nombre de saturnalia. Al igual que se hace con el año, se le pedía prosperidad en las cosechas. Las fiestas se caracterizaban por una inversión del orden natural, precisamente lo que de facto estamos viviendo, algo que por lo demás no es ajeno a rituales cristianos como el de la veneración de Santa Águeda en distintos lugares de la geografía hispana, a semejanza de lo que se hace en Catania (Sicilia), de donde es patrona con el nombre de Santa Ágata. En el transcurso de las mismas se celebraban banquetes y se hacían regalos (las velas o las figurillas de cerámica eran objetos recurrentes).

Todo fin engendra un principio, en un ciclo continuo que acaba para aquellos que dejan el mundo, pero al que estamos sometidos el resto mientras vivimos. En este nuevo principio brindo otra vez por un 21 en el que se sigan avivando las ascuas siempre encendidas de la curiosidad por aprender y se mantenga intacto el gozo de compartir y avanzar en el camino del conocimiento.

Que el ruido circundante no perturbe nuestra paz. El túnel es largo y oscuro, pero se empieza a ver la luz y su final.