Espero no decepcionarles, pero de aquí a final de año a no ser que el guionista del 2020 la líe muy parda no quiero hablarles de política, actualidad, vacunas o virus; está difícil, lo sé, pero estoy saturada, agotada, desmotivada con las noticias que cada día nos comemos. Esta semana, el Emérito, y qué quieren que les diga, es una burrada que no seamos todos iguales ante la ley, que se haya permitido que en este país haya habido barra libre para unos cuantos y aquí no pasara nada, y lo que más me indigna es que figuras con mucho poder hayan sido precisamente las que más nos hayan tomado el pelo.

Sinceramente, creo que esto de las mordidas, tratos de favor o evitar pagar a Hacienda, en nuestro país se lleva en las venas, made in Spain. Me produce risa cuando al hablar de este asunto los defensores del exmonarca argumenten con quesacar todo esto es una conspiración judeomasónica para cargarse la Corona, que si la figura de Juan Carlos ha sido intachable durante la Transición, etc. Entiendo que es incómodo para Zarzuela y Felipe VI que con estos escándalos se cuestione el papel de la Monarquía de nuestro país, y quizás haya que hacer alguna reflexión al respecto, pero como con tantas otras cosas, simplemente por decir esto seré tachada de antimonárquica y enemiga de la patria.

Permítanme que en este repaso que les hago de la actualidad les hable de que, una vez más, Murcia haya saltado a la palestra mediática, mas concretamente Albudeite, pueblo que lejos de ser noticia por alguna iniciativa que ayude a los ciudadanos a mejorar su bienestar, lo hace por presentar una iniciativa en el Ayuntamiento para quitar el nombre de algunas calles, como Vicente Medina, Rafael Alberti o Fransciso Rabal, con dos cojones, José Luis, alcalde de Ciudadanos, que nos mandó un mensaje por redes a todos que da más miedo que Echenique con su ipad. Quizás unas clases de telegenia y oratoria a cargo de los partidos políticos no estarían mal; no sé, llámenme loca.

Mientras, en una galaxia algo lejana, el Zendal desierto, casi sin sanitarios, y sin funcionar, que por un lado pienso que está bien, ya que eso significa que Madrid ante la crisis sanitaria se encuentra en una situación con bajo índice de contagio y no es necesario abrir ese despropósito de edificio, porque les recuerdo que no es un hospital; por mucho que muchos lo repitan muchas veces no se convertirá en una verdad.

Ojalá aunque sea sólo la mitad del dinero destinado a la obra faraónica de IDA, haberlo invertido a mejorar la sanidad, con contratos dignos, personal, o refuerzo de atención primaria, pero no. Sólo espero que en Madrid o en cualquier otra Comunidad, apartir del 1 de enero no tengamos que lamentarnos y retroceder muchas casillas en esta pesadilla, ya que parece que nos colocan unas luces de Navidad por las calles y dos mercadillos navideños, y se nos olvida todo, aunque no deberíamos, ya que nos ha cambiado la vida. No me cansaré de repetirlo.

Esta semana vivía en primera persona la apertura de bares, cafeterías y restaurantes en la ciudad de Murcia, quizás porque en Madrid la hostelería lleva abierta muchos meses y he frecuentado los interiores, no me generaba ningún miedo entrar a tomarme un café y la verdad es que el pasado miércoles bien se podría haber rodado un spot de Navidad dentro de donde me encontraba. Eran muchos los parroquianos que volvían a su cafetería de siempre, camareros y clientes se llamaban por el nombre, se preguntaban por la familia, los nietos, uno echaba de menos la ensaladilla. ¡Qué ganas de veros tenía! decía una señora que pedía un café con leche, mientras sacaba un décimo de lotería de la cartera y se lo regalaba a las dos camareras y el jefe.

Al ver ese momento no les puedo mentir, y aquí al grinch se le metió algo en el ojo. Fue bonito seguir observando las muestras de cariño y lo que se decían: ¡estamos vivos! A ver si la cosa empieza a remontar, decía el dueño del bar, mientras ponía un croissant y le decía a un matrimonio de unos ochenta años que los habían echado de menos. Me encantó el respeto y la prudencia de clientes y trabajadores, distancia, mascarillas, geles, toda esta mierda que ahora nos acompaña y hemos metido en nuestra rutina. Cómo hemos alejado los besos y abrazos, el contacto, la cercanía o las barras de bar.

Suena pureta, lo sé, pero guste o no vivimos en los bares, son parte de nosotros, nuestra rutina, nuestra vida podemos contarla a través de comidas con amigos, aperitivos, o aquel chico de la otra punta de la barra al que nunca te atreviste a decirle nada.

Pienso a menudo en la crueldad de este virus y no solo por lo agresivo que es con nuestro organismo, sino por la parte emocional y afectiva, que en estos días imagino que a ustedes les pasará como a mí: todo se magnifica como en la casa de Gran Hermano. Y es que el mismo día que por la mañana me sentaba en una cafetería para desayunar, a mediodía tenía una comida en un restaurante, en el interior, y viví otro de esos momentos que me hizo pensar.

Mientras yo tenía una comida con una amiga, Ángela Ortiz, quien, por cierto, es la autora de mi nueva foto para esta columna que espero les guste, al fondo del salón había una mesa. Pensé en principio que era para seis de compañeros de trabajo bien vestidos y a los postres me di cuenta que resultó ser una boda. Natalia y Pablo se habían casado y lo compartían con dos parejas de amigos, mientras en una pantalla les proyectaron un vídeo con todos aquellos que en circunstancias normales habrían estado invitados, entre los que intuí que salieron sus padres, porque si, no lo pude evitar y lo vi entero.

Vaya por delante que no seré yo de bodas ni compromisos maritales, pero aunque algunos no lo crean soy humana y tengo mi corazoncito y ver esa boda era triste por no poder compartir, celebrar, bailar, con tus amigos, familia y sobre todo con tus padres. Maldita sea lo que un puto bicho está haciendo con nuestra manera de entender la vida. No te lo perdonaré nunca, 2020.

Calles desiertas a las once de la noche, apretar el culo para llegar a casa porque te has quedado un poco más de la cuenta charlando con tu grupo burbuja o convivientes, que no allegados. Pa´ lo que hemos quedado, metidos a las doce en la cama, acostumbrándonos a pantallas y distancia, y no poder tocarnos. Leí el otro día en twitter una pregunta que lanzaba alguien al aire: ¿que es lo que más echamos de menos? Y me sumo a lo que contestó mi amiga Paloma: un abrazo. Un abrazo de esos en los que te quedas y oyes la respiración de la otra persona, un abrazo de esos que duran tiempo, un abrazo no como los que doy, porque les confieso que no he podido evitar coger por detrás o de lado a algunos amigos, al no poder más. Pero aún así, sigo como una yonki con mono de contacto. Como el de los novios del miércoles, y todos los besos y abrazos que no recibieron de sus seres queridos.

Ojalá que el champán no se nos suba a la cabeza en esta Navidad, ni se nos vaya la olla y la liemos, porque si lo hacemos mis abrazos estarán más lejos y entonces tendré que aprender a fabricar mi propio lanzallamas con un alcance de 65 metros y esto no está bien.

Bromas aparte, hagamos algo bien este año.

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