Hagamos un elogio del aburrimiento y digamos con Unamuno que es dulce y sosegador, e incluso sabio, eso de aburrirse. En una época en que no está bien visto tener un momento de reposo, en que hay que vivir con frenesí, volcados hacia fuera, entregados a la diversión, la juerga, el sexo o el deporte sin un momento de respiro, envueltos a todas horas en la tertulia, la celebración y la escandalera en tabernas y terrazas, si es que no asistimos sin pausa a museos, actos culturales, conferencias e inauguraciones, o disfrutamos de interminables viajes a la Patagonia o la Guinea Papúa, y luego no hallamos descanso para encajar a los demás todo aquello que hemos visto o vivido, convendría decir que el aburrimiento es el Shangai-La de las personas felices que no necesitan de estímulos, de diversiones o de distracciones para realizarse.

Siéntense en un sillón, frente a la ventana, como el protagonista de La celosía, de Robbe-Grillet, y abúrranse contemplando desde allí las mínimas variaciones que se producen en el casi inmutable paisaje o el ciempiés que recorre la blanca pared del tabique de su derecha; o más cerca, quédense ensimismados, con los ojos entrecerrados y un libro en la mano entreabierto con el dedo, y de telón de fondo un paisaje desnudo, no se sabe si real o emanado del libro, como Zuloaga retrató a Azorín, imagen viva del aburrimiento.

Aunque no hace falta recurrir a la literatura. Si ustedes son levantinos, amigos de contemplaciones y vagancias, leviten sobre la hamaca de rayas colocada a la sombra del parral, bajo el botijo rezumante que pende de un gancho, mientras se dedican al dulce oficio de pensar en las musarañas o de inspeccionar las nubes que adornan el cielo con su eterno pasar. O colóquenla al raso de la noche para ir contando minuciosamente las estrellas.

Si tienen un momento de sosiego, apoltrónense en el sillón de orejas o en el plácido sofá y consuman las horas plácidamente sin ocuparse de nada, sin preocupación ni dedicación alguna, y dispónganse a pasar las horas muertas mirándose el ombligo o rascándose la barriga, ocupaciones ambas nada desdeñables para el aburrido.

Si son dados al ensimismamiento, abstráiganse del vaivén que nos rodea y corran a refugiarse en Babia o en los cerros de Úbeda, lejos del mundanal ruido, acunados por acariciadora monotonía del aburrimiento, que alcanzará el súmun si, mirando hacia arriba, alcanzan a estar en la nubes, alejados de toda distracción u ocupación, en un beatífico abandono, que les sumirá en el bendito aburrimiento de los bienaventurados.

Por no hablarles de otros entretenimientos del aburrido, que da ocupación a su no hacer nada matando moscas con el rabo, dándose con una piedra en las espinillas o papando moscas, de manera que nunca podrán decir, so pena de ser tenidos por mentirosos, que se mueren de aburrimiento, como le pasó a Rafael Alberti en su aburrido paseo por los museos, las iglesias y las calles de Roma, que él tituló El aburrimiento; o le ocurría a Baudelaire, al que el esplín le inundaba el alma con una melancolía y un desasosiego inexplicables.