Pocas imágenes definen tan bien la historia del continente europeo como un viaje en tren. El pasajero ha comprado un billete de primera clase. Apenas unos minutos antes estaba en la estación Victoria de Londres esperando el silbido particular del ferrocarril. Sabe que ha llegado el momento oportuno. Recorrerá toda Europa durante cuatro días, atravesará los campos de Francia y cenará en el mejor restaurante de París, en la Gare de Lyon, donde muchos años atrás los curiosos llamaban 'touristas' a los jóvenes que partían para realizar el Grand Tour, ese viaje por Italia que los devolvería más sabios y enamorados. Luego descenderá hacia las aguas del Danubio, la primera autopista de la historia, contemplando por la ventana la Selva Negra y las ciudades alemanes y austriacas, como si ninguna guerra las hubiera arrasado.

A través de los largos túneles que llenan de miedo a los pasajeros, dejará atrás los Alpes, entrando en el territorio sagrado de la República de Venecia. Las pistas de agua y los palacios flotantes renacerán como el día en el que sus barcos dominaban el mundo. Tras la laguna, el tren se perderá por países con nombres cambiantes, pero con un pasado tan duro como la piedra. Eslovenia, Croacia, Serbia, Rumania y Bulgaria, donde las estaciones se presentan vacías, bajo un manto de nieve en invierno, y las lenguas cambian de acento en cada servicio de comidas. A última hora de la tarde, el pasajero se asomará por la ventana. Notará el olor salado del mar y contemplará las gaviotas revoloteando en el horizonte. Habrá llegado a Constantinopla, la urbe que se resiste a ser de una sola cultura. Sus minaretes y las llamadas a la oración se funden con las ruinas de un imperio que aún no sabe que ha muerto. El pasajero ha sido el último viajero de un tren mítico. El Orient-Express ha entrado en la estación de Sirkeci y ha apagado los motores. Es el 19 de mayo de 1977 y no volverá a recorrer Europa. El libro que ha escrito Mauricio Wiesenthal bien podría ser considerado una elegía.

Orient-Express. El tren de Europa (Acantilado) tiene difícil catalogación, porque contiene muchos géneros al mismo tiempo. Es indudable su carácter de memorias. El propio autor confirma que muchas de sus páginas las ha escrito mirando por la ventana, atravesando fronteras y conversando con otros pasajeros. Pero no podemos negar su deje novelesco. Wiesenthal se sitúa fuera del tiempo para narrarnos la vida de un tren que se creyó inmortal y que ahora no es más que una postal de anticuario. A través de las leyendas y anécdotas conocemos la vida de la aristocracia europea, príncipes destronados de Rumanía, de España, de Hungría, que elegían el Orient-Express como forma de subsistencia y antídoto contra la melancolía. A veces la narración es tan cercana que el autor parece haber compartido velada con Sisí, la emperatriz austriaca, con Alfonso XIII o un listado innumerable de infantes y princesas de la Europa del Este.

Porque el ferrocarril creado para unir en 1883 París con Estambul ha vertebrado los sueños de unidad de un continente que parecía condenado a enfrentarse cada diez años. Sus vagones han albergado una historia en miniatura de lo acaecido en Europa durante todo este tiempo. Fue una sala de tratados políticos, a finales del siglo XIX. También el campo de tiro y práctica de los generales, ansiosos de guerras, antes de la Primera Guerra Mundial. Una vez cerradas las trincheras, se convirtió en la viva imagen de la Belle Époque. Las actrices, bailarinas, marchantes de arte y aristas varios se trasladaban de una ciudad a otra para llenar los teatros y los cabarets. Durante la Segunda Guerra Mundial, las vías férreas dejaron sitio a otros trenes menos glamourosos. En todas direcciones la barbarie se abría paso hacia campos de exterminio mientras el Orient-Express era bombardeado, confundido con un tren de cargamento. Tras la guerra, su decadencia fue lenta pero inexorable. Lo cuenta Wiesenthal, atravesando unas fronteras impuestas por el Telón de Acero, donde los pasaportes no servían más que para levantar sospechas. Fueron momentos duros para viajar en tren, cuando los países comunistas detenían a voluntad, obsesionados por hallar espías entre el equipaje. El ferrocarril del lujo se transformó en una serpiente de hierro peligrosa. Hasta que murió, en una época, la nuestra, donde el lujo y la belleza son perseguidas.

No es un libro de fácil escritura porque no es simplemente una historia del Orient-Express. Mauricio Wiesenthal ha logrado, con un estilo cercano y en ocasiones de una sensibilidad un tanto romántica, contar historias personales pero que a todos nos hubiera gustado vivir.

Leer Orient-Express. El tren de Europa supone aceptar el reto de reconstruir una Europa extinta pero atractiva, un estado del alma lleno de poesía donde un grupo de privilegiados dedicaban sus días a viajar, a escribir y a escuchar música, de hotel de lujo en hotel de lujo, mientras la población moría en la guerra o se consumía en las minas o en el campo. Pero eso también ha sido Europa y renunciar a su lujo pasado y a la frivolidad de su aristocracia sería un error tan torpe como derribar las estatuas griegas porque no reproducen al hombre que las transportó hacia los templos.

Como muchos años antes Agatha Christie con su mítico Asesinato en el Oriente-Express, o Graham Green en El tren de Estambul, Mauricio Wiesenthal ya forma parte de un selecto club de escritores que han sabido recoger en sus páginas, ya sea como novela o como crónica de un ayer, el aroma cosmopolita de un tren legendario. El Oriente-Express fue un lugar sagrado para los intelectuales de todos los países que, más allá de sus lenguas, de su religión, de sus procedencias, compartían un espacio vital común. Ser europeo es una especie de halo invisible que conecta a un tendero de Galata con un pescador de Cádiz, a un lechero de Rennes con un campesino de la fría Bulgaria. Con su muerte se perdió mucho más que un capricho sentimental de la aristocracia, sino la posibilidad de que en París, Viena, Venecia, Belgrado o Estambul hubiese un poco de cada país al entrar el tren en la estación.

Pero sobre todo, en un tiempo donde los populismos se disparan y atraviesan las fronteras, de Algeciras a Estambul, y se impone la vulgaridad de las formas sobre lo que un día fue bello, conviene recordar que hubo un tiempo donde el Oriente-Express era el único punto de unión de pueblos distantes pero hermanos.

El libro de Wiesenthal hace lamentarse al lector (y este tal vez sea su único punto negativo) de no haber nacido antes. Y contra eso no hay antídoto.