He vuelto a ver estos días „intentando descubrir las razones de que no terminara de convencerme entonces„ Mentiras y gordas de Albacete y Menkes, que tuvo en 2009 gran éxito en taquilla y críticas de muy malas a furibundas, tanto de medios especializados como de los espectadores, en buena parte por la presencia como co-guionista de la luego ministra de Cultura Ángeles González-Sinde. Cuando la vio un par de años después, un amigo reconocía en su blog que le puso en guardia ver su nombre en los títulos de crédito, y añadía que la película «es un videoclip cuyo objetivo es enseñar las carnes de todos los yogurines? de las series españolas. La dirección de actores no existe. La interpretación es peor que la? de mis alumnos? quienes, por cierto, vocalizan mejor? Y el guión? una ristra de tópicos baratos y repugnantes sobre la juventud y el exceso que termina con una moralizante muerte [del] más buenecito de toda la panda [que] una noche se droga demasiado porque sufre por amor».

Cuando yo la vi entonces pensé prácticamente lo mismo que él, aunque no me pareciera tan mal que fuera vehículo de lucimiento de las anatomías de los actores: eso en sí no sería malo si al menos funcionaran como tales; pero la dirección de actores siguió la norma tan extendida en cierto cine español de permitirles la articulación y entonación 'natural', en lugar de obligarles a vocalizar y crear una gestualidad y una vocalidad propias del personaje, o crear el personaje con una gestualidad y una vocalidad propias, y distintas de las de su vida diaria. ¡Y pensar que algunos de ellos habían pasado años en El internado junto a actorazos como Amparo Baró o Luis Merlo!

Lo peor de la cinta es que el guión le impide dejar clara su adscripción al subgénero 'coming out', y ser lo que podría haber sido si la historia se hubiera asentado sobre bases sólidas y los personajes estuvieran algo más que esbozados, que casi ni a estereotipos llegan de puro simples, excepción hecha del protagonista, al que Mario Casas sí logra dotar de cierta consistencia dramática, en contraste con la envarada prestación de Yon González. El propio guión hace que el espectador se dé cuenta tarde de que estaba viendo la historia de un adolescente enamorado de su mejor amigo (loable empeño: quienes las hemos sufrido sabemos bien lo que a esa edad se hubiera agradecido una palabra amable o un mínimo de comprensión), una historia de aceptación de la propia identidad sexual que a esas alturas de la película termina resultando artificiosa pese a la crudeza con que se muestra el comportamiento al que el despecho lleva al protagonista.