La vieja metáfora del edificio como organismo se ha invertido: el cuerpo humano, como nos ha mostrado la ciencia, no solo es el endeble soporte del alma, también es arquitectura, forma, estructura, y por tanto puede ser exhaustivamente diseñado, acondicionado, apuntalado, perforado, reparado. Si podemos construir, también podemos reconstruir; si podemos dar vida, también podemos devolverla. En plena Era del Rejuvenecimiento, estamos al fin preparados para vencer los estragos del tiempo y restaurar el cuerpo humano como se restaura un cuadro o un monumento.

Sin embargo, aunque disponemos de las herramientas, y de una población envejecida, necesitada de profundas reformas corporales, carecemos de una idea conductora, de una disciplina. Nos encontramos en una situación parecida a la del siglo XIX europeo, cuando, bajo el impulso de los nacionalismos emergentes, se decidió rescatar el Patrimonio arquitectónico de su abandono. Será Eugène Viollet-le-Duc, en la Francia del segundo Imperio, el primero en ofrecer directrices claras de actuación ante el deterioro y la ruina de los monumentos. «Restaurar un edificio», decía el máximo exponente de la restauración en estilo, «no significa conservarlo, repararlo o rehacerlo, sino obtener su completa forma prístina, incluso aunque nunca hubiera sido así».

Bajo su bisturí, catedrales góticas, ciudades amuralladas, abadías y castillos, profanados tantas veces por el paso del tiempo o por la Revolución, renacieron, mirándose en el espejo de una idealizada Edad Media. Cuando un cirujano, en la actualidad, reinserta audazmente un miembro humano amputado, o arregla un rostro desfigurado, está ejecutando una restauración en estilo, convirtiendo la catedral de la carne en la forma prístina original que demandaba Viollet-le-Duc. No obstante, la línea que separa la curación de la mejora es tan tenue que es fácil traspasarla: si podemos reparar una mandíbula lesionada, ¿por qué no vamos a poder cambiar una nariz fea por un ejemplar perfecto?

Por muy excitante que nos parezca este logro, las narices ideales de la cirugía plástica, al igual que las catedrales ideales de Viollet, no son sino ejemplos de 'falso histórico': fantasiosas reconstrucciones de un pasado inexistente, de una ilusión. ¿Cómo podemos mantener la autenticidad de un edifici0 (o de un individuo) frente a la táctica espúrea de la restauración estilística? La respuesta, radical en su sencillez, la daría el coetáneo movimiento romántico, procedente de Inglaterra: no hay que restaurar, sino conservar; no hay que añadir nada a un edificio que falsee su naturaleza, sino dejar que cumpla el destino de todo organismo, la extinción.

El escritor y crítico de arte inglés John Ruskin lo expresó elocuentemente: «Hacedlo [preservar el edificio] con ternura y respeto, vigilancia incesante, y más de una generación nacerá y desaparecerá a la sombra de sus muros. Pero su última hora, al fin, sonará; y que suene abierta y francamente, sin que ninguna sustitución deshonesta y falsa lo prive de los deberes fúnebres del recuerdo». Todavía resuena este 'no restaurarás', en la actualidad, en los remedios naturistas, o en el rechazo de ciertos credos religiosos a cualquier avance científico que cuestione el carácter inexorable de la ley natural o divina. Los románticos del pasado son los sectarios del presente.

Entre la veneración romántica de la ruina y su opuesto, la irreverente invención violletiana, cabrá ubicar la actuación restauratoria, siendo la misma una simple cuestión de grado: el grado mínimo se correspondería con la resignada aceptación del fin; el grado máximo, con la negación del mismo, con la resurrección biónica de la carne. Quizá en algún punto intermedio, como en el precepto clásico, sea posible hallar la virtud, la convivencia franca (como propone la restauración científica) de los opuestos, el equilibrio entre lo mecánico y lo orgánico, lo natural y lo artificial, lo viejo y lo nuevo. Es esta, probablemente, la más matizada y auténtica de todas las posibilidades, pero también la más difícil de asumir, ya que implicaría la exhibición impúdica, como si de tatuajes o laceraciones se tratase, de las partes artificiales de nuestro cuerpo ensamblado.

Mientras decidimos los órganos que nos conviene reemplazar o la tersura del envoltorio, podemos echar la vista atrás, a la Grecia clásica, donde a falta de teorías sobre la conservación, ya existían dudas filosóficas sobre dicha práctica. Un objeto controvertido fue, según la leyenda, el barco en el que regresaron Teseo y sus hombres desde la isla de Creta. Dicho barco fue conservado por los atenienses en recuerdo de uno de los héroes fundadores de la ciudad. Con el paso del tiempo y debido al deterioro del material, hubo que cambiar progresivamente las tablas del armazón por otras nuevas. Los filósofos griegos se preguntaban, sin obtener una respuesta clara, si la nave conservada era la misma nave primitiva. Lo que lleva a la siguiente cuestión: ¿qué es lo que otorga la identidad al barco o a cualquier otro ser? Lo único cierto es que la nave histórica, pese a su difusa identidad, podía navegar, seguía siendo barco. El próximo ser humano restaurado, ¿seguirá siendo humano?