Y al final llegó la hora de los influencers. Estos sucedáneos del amigo, del maestro, de las figuras de autoridad, estos consejeros telemáticos sustitutivos de los progenitores, podrán explicarlo todo de modo que se entienda. Para combatir la marea de contagios que ha dado al traste con los esfuerzos del confinamiento masivo no sirven declaraciones oficiales. Adolescentes y jóvenes desoyen sistemáticamente las instrucciones de higiene, de distancia física. Despreocupados y sonrientes, sordos a consejos, a órdenes de la policía, frecuentan reuniones grupales que tienen el encanto de lo contestatario. El mensaje no cala. El receptor se muestra impermeable asistiendo a los rituales de etílica comensalidad con los que saborea, sin sombra de remordimiento o culpabilidad, la ilusión de desafiar el despotismo de los Estados y de las compañías farmacéuticas.

Como las palabras de una persona con rostro cruzado por los surcos del tiempo, gesto serio y las sienes plateadas por la edad, ya no inspiran respeto, resignados asumimos que ha llegado el momento de reconocer la autoridad que hoy disfrutan los perfiles más seguidos del ciberespacio. Pero no basta cualquiera de estos gurús de la digitalización. Generadores de contenido y divulgadores, solventes profesionales actualizados, aún resultarían demasiado institucionales. Tampoco serían el canal adecuado.

Hemos de recurrir a otros rutilantes astros de la red con fresca y juvenil presencia, preferiblemente conocidos y famosos, a veces defensores de marcas y moda que junto con notables y aparentemente sabios consejos vertidos en lenguaje simple y asertivo sobre cómo cuidar la apariencia física y velar por el equilibro emocional o cómo triunfar en la vida, puedan también servirse de sus atrayentes eslóganes para que sigamos todos la didáctica senda de la prudencia.

Entonces, es de esperar, los jóvenes identificarán el código, procesarán el mensaje y lo seguirán. Ni siquiera se pretende que lo entiendan, solo que actúen por mímesis, simple y automática repetición, porque la reproducción masiva y en serie es la verdadera naturaleza de una civilización en la que el flautista de Hamelin hubiera sido un gran triunfador con innumerables followers evidentemente jóvenes. Que negacionistas del virus y difusores de bulos sean, tristemente, igual de hábiles no importa si la forma de nuestro mensaje es más atrayente en sí. Educación y coraje cívico son conceptos anticuados. No falta tanto conciencia como imitación. Las estrellas de la red son, incluso, más rentables. No cobran nóminas públicas como los maestros. Esa es una gran ventaja.