Parece ser que ciertas celebraciones que el confinamiento dejó en el aire se festejan estos días, aun en semilibertad. Y oye, con máximo respeto, pero es que lo de las comuniones lo llevo fatal.

Hace días, ordenado el trastero, apareció el libro de firmas de mi primera comunión, ese documento gráfico dónde todos escribían «en el día más feliz de tu vida». ¿El más feliz? ¡Ja! Yo sigo, más de treinta años después, recordando el mío como un auténtico calvario. Dos días, ¡dos! me pasé con los rulos puestos para conseguir unos tirabuzones como los de Escarlata O'Hara. De verdad, no creo que pueda existir peor tortura. Bueno, sí, cuando me despertó el flashazo del retatrista, yo sólo quería morir. Primero, por el espanto de tener a esos dos (desconocidos) maestros de la cámara oscura a mi vera: era el taxista del pueblo, que junto a su mujer, ejercía también de fotógrafo. Quien los haya conocido, sabe que hablo de una pareja que parece sacada de la mítica serie de los 70 George y Mildred, donde Brian Murphy y Yootha Joyce interpretaban a un matrimonio regular de avenido pero que todo lo hacían juntos. Y segundo, porque tal vez con la emoción me había hecho pis en la cama, por lo que me temblaba hasta el tuétano sólo de pensar en levantarme ante tal equipo de producción. La cosa fue a más cuando mi madre me encorsetó en ese vestido de novia del que ella no había disfrutado.

Todos los niños, en el día más feliz de su vida, hacían el recorrido hacia el altar en fila de tres. Y yo tuve que hacerme el paseíllo sola y munda por las dimensiones del can-can. Para festejar el día más feliz de mi vida me celebraron un banquete con más de trescientos invitados, de los que conocía a pocos más que a mis primos. No recuerdo besos más irritantes y crudos que los del día más feliz de mi vida.

En un momento de lucidez, escapé despavorida de esa jauría empeñada en achucharme como si fuera un Kinkajú y vislumbré por fin la calle. Atravesé la puerta del restaurante y me resguardé en el tenderete de un vendedor africano, que mostraba orgulloso su colorido escaparate de radios a pilas, llaveros y relojes Casio chapados en oro. O como se hacían llamar en esa época para evocar la figura del que quería y no podía, 'gold-filled'. Al fin me sentía libre, y no tuve mejor idea que registrarle el puesto a Aladino. Me llamó la atención una torre apilada de lo que presumían ser comics, pero en realidad se trataba de un arsenal de revistas pornográficas. Por meter las narices donde no debía, me llevé un ostión del negro en el día más feliz de mi vida, que me ha hecho tener trauma con la raza hasta hace bien poco.

Y me fui, con la vergüenza del perdedor apaleado otra vez al restaurante. Subí cabizbaja las escaleras que me llevaron de nuevo hacia el salón de celebración del día más feliz de mi vida, y choqué de bruces con una especie de engalanado atril, que algún lumbrera había preparado para darme el tiro de gracia.. Ahí me subieron, como a la misma Virgen Dolorosa antes de salir en procesión un Viernes Santo. Y oye, que si lo pienso me queda el término que ni pintado, ya que me dolía la cabeza lo más grande por los rulos de la noche anterior, pero, sobre todo, por el capón del comerciante africano. Ahí estaba la orquesta, entonando los primeros acordes de «cómo una blanca azucena» en la versión de Juanito Valderrama; y mi madre, que siempre ha pecado de folclórica, interpretando el himno con los gestos y las lágrimas pertinentes que merecía ese día tan feliz. Medio inerte, avergonzada, mareada y ninguneada por un hombre de color, sólo alcanzaba a ver a mi prima (I) burlándose de mí mientras sacaba y metía con movimientos de contracción la cucharita del helado de su boca, que si la hubiese visto Freud le daba para otra tesis.

Y de pronto me rompí. Mi estado físico, anímico y mi dignidad habían tocado fondo en el puto mejor día más feliz de mi vida. Porque, claro, aún me quedaba el vía crucis de repartir entre el respetable esos recordatorios que George y Mildred me habían plasmado sobre papel puesta de tórtola y espiga. Y recuerdo que rezaba, rezaba todo lo que había aprendido para intentar comprender ese día. Pero no rezaba para imitar las fotos ni por seguir el guión que debía interpretar ese día. Yo rezaba para no ver entrar por la puerta al atezado mulato de las revistas porno, las radios y los llaveros.