Con restos aún de cascarón, los polluelos de barnacla cariblanca se lanzan desde el acantilado hacia el valle. Abandonan el nido, que, lejos de las garras de los zorros, construyeron sus padres, para precipitarse al vacío. Sin acertar a desplegar las alas y golpe a golpe descubren la gravedad de la independencia o, lo que es lo mismo, la necesidad de buscarse la vida. Se topan con la tierra bien para servirla como abono bien para, con suerte, disfrutar de su verde.

Con alrededor de 40 años, con más pelos y, por supuesto, pico que cualquier ave, las 17 Comunidades autónomas experimentan la caída libre que supone el coronavirus. Una tras otra van estampándose con la cruda realidad. Ni siquiera aquellas más ufanas, que se regodean en sus piruetas, parecen libres de tomar tierra hasta, como dice el chiste, hartarse.

Felices hasta ahora de estar arropados por papá y mamá Estado, del que han recibido el desayuno, el almuerzo, la cena y la correspondiente paga, ahora descubren que son incapaces de dar los primeros pasos sin tropezar.

Aunque ciertamente ahora se es joven hasta sobrepasar la cuarentena, no hay día en que no suelten una lágrima de desconsuelo, pidiendo amparo desde la distancia o en visita al Palacio de La Moncloa, el domicilio familiar.

Y eso que todos los domingos, como cualquier buena familia, llegan a mesa puesta en una videoconferencia donde una a una van pidiendo sus correspondientes paracaídas entre lamentos.

No hay quien oculta sus deseos de volver, de conseguir que le hagan un hueco en cualquier rincón perdido donde pueda delegar su incompetencia en el terreno de la sanidad, la educación o las prestaciones sociales.

Y todos anhelan la mano que ya no les da de comer. Ahora que el otoño invita al retiro, compiten en hacer ojitos para ganarse una sonrisa o caricia que les alivie del dolor? y, mientras tanto, Moncloa no parece sufrir el síndrome del nido vacío. Malditos.