Ciertamente cada día nos resulta más difícil encontrar lugares comunes desde los que proyectarnos como grupo y realizar aquello que Aristóteles definió como propio de la naturaleza humana: el ser social. Recientemente la representante del feminismo liberal, Marta Nussbaum, en su último libro La tradición cosmopolita. Un noble e imperfecto ideal (2020), señala la cuestión central de nuestro mundo contemporáneo en la necesidad de encontrar lugares comunes desde los que construir una comunidad política con aspiración moral.

A pesar de que creo que es uno de los libros más conservadores de Nussbaum (mucho mas transgresor fue Las fronteras de la justicia. Consideraciones sobre la exclusión, 2007), en este último continúa su diálogo constante con el liberalismo político buscando lugares comunes, difícil tarea, desde los que responder a la pregunta crucial que abre el primer capítulo: ¿es posible una política (o aproximación moral a la política) centrada en la humanidad? El punto de partida es la idea de que la política deberá de tratar a todos los seres humanos como iguales, como poseedores de dignidad y el cosmopolitismo será el marco de comprensión desde el que responder a la pregunta.

Precisamente el feminismo, como movimiento político y social, tiene su origen en el liberalismo político. La reivindicación de los derechos de las mujeres tuvo siempre, y tiene, una vocación universalista, tanto en sus planteamientos teóricos como en la defensa de los derechos. Y no puede ser de otra manera, pues la dominación y la opresión, desgraciadamente, son universales y la desigualdad en las condiciones materiales y sociales de vida de las mujeres sucede en cualquier sistema político, económico y social.

Hoy, sin embargo, el movimiento feminista vive luchas internas importantes, en torno a las identidades de género que están fracturando su vocación universalista. La diversidad de géneros que pugnan en el espacio público por el reconocimiento de sus identidades, olvidan que los objetivos políticos del feminismo nunca han sido los problemas privados y subjetivos, sobre orientaciones y deseos, sino las condiciones materiales, la conquista de derechos y libertades.

Creo que estamos confundiendo valores propios del espacio privado, como la tolerancia, la empatía y la aceptación, muy importantes para el reconocimiento de diversidades religiosas, identidades y deseos, con los propios del espacio público: la redistribución, la igualdad y la justicia social. Que las demandas de felicidad personal, proyectos de vida, identidad sexual y salvación del alma pertenecen a la esfera privada y que la privatización de la vida en sintonía con la sociedad del espectáculo, convierten en públicas.

Esta privatización de la vida que es bien visible en la necesidad de proclamar y consumir identidades de género, hasta el paroxismo de reivindicarse desde un género propio (ojo, no uno común, binario o estándar, sino propio), reduce la totalidad de la persona humana, aquello que la define como tal, solo al género. Pero reducir la persona a una sola dimensión deja fuera, por ejemplo, dimensiones públicas tan importantes como la personalidad moral y social que precisamente la proyectan en los espacios comunes.

Las políticas de izquierda han de llevar cuidado con esta privatización ultra-liberal de la vida. Recientemente la representante del feminismo postmoderno, Judith Butler, inspiradora de la teoría Queer, en su libro Vida precaria. Vida digna de duelo (2010) recomendaba a las políticas de izquierda «insistir menos en la política identitaria, o en el tipo de intereses y creencias formulados sobre la base de pretensiones identitarias, y más en la precariedad y en las distribuciones diferenciales». Es posible que la futura Ley Trans que prepara el ministerio de Igualdad, cause un gran desconcierto legal: ¿cómo universalizar el derecho al deseo y darle cobertura legal a problemas subjetivos de identidad de género? Tendremos un invierno de grandes debates jurídicos, políticos y sociales en el que el feminismo, sin duda, tiene mucho que decir.

Y más en estos tiempos, pues es urgente buscar lugares comunes, lo que significa empezar a construir un habitar juntos. Cierto que para ello hay que salir de la individualización del yo a la que nos someten las democracias del espectáculo y el consumo, salir de los procesos de objetivación de la realidad como algo ajeno a nosotros mismos, del mundo como un espectáculo al que asistimos impasibles, un selfie tras otro, poniendo el yo en el centro de gravedad y privatizando hasta los acontecimientos.

Es cierto que a estas alturas necesitamos también urgentemente una nueva teoría de lo visible y una nueva forma de mirar el mundo (para lo que vendría muy bien volver a los griegos y a aquella distinción entre esencias y apariencias) para ser capaces de mirar un poco más allá de las apariencias, ¡qué digo!... un poco más allá de las imágenes de las apariencias, que es el nivel de realidad en el que estamos ahora mismo. Otro lugar común que tal vez hemos perdido de vista: la realidad.