Yo no había cumplido los catorce, y aún faltaban unos meses hasta que por primera vez pisara —temblando— el instituto en Cartagena, adonde me había mudado con mi familia dos años antes. Por entonces volvíamos al pueblo varias veces al año, especialmente los meses de verano, pero aquél fue distinto: dentro de mí crecía, mientras iba leyendo los libros de Homero, de Graves y de Sienkiewicz, un extraño rumor que poco a poco fue tomando cuerpo como un sentimiento definido, cuyo nombre no supe, sin embargo, hasta el día del regreso. Aquella misma tarde, sin ayudar siquiera a deshacer las maletas, bajé caminando hasta el puerto, me senté junto al agua que batía contra el muelle debajo de mis pies y pasé varias horas contemplando el ir y venir de las gaviotas, mientras iban pequeñas y venían también las olas de septiembre en mis oídos.

Era el mar, sí, este Mediterráneo del sureste, el que había empezado ya a llamarme; era el rumor de aquellas olas y el aleteo de las aves bajando a alimentarse con extraña rapidez y eficiencia, lo que me había estado perturbando los tres meses anteriores, mientras me sumergía por primera vez en los penosos pero fascinantes viajes de Odiseo, o en el complejo mundo de pasiones y crímenes trazado por el poeta y novelista inglés que —como supe poco después— también había sido hechizado por las aguas, por el clima y la historia de este mar que empezaba a hacerme suyo. No sé si fueron cuatro o cinco largas horas las que pasé sentado allí, sin hacer otra cosa que mirar y escuchar el rumor entremezclado de gaviotas y de olas: cuando vine a darme cuenta era ya de noche, había perdido el último autobús y tuve que volver a casa caminando, aunque lleno de una extraña emoción inagotable.

Era el 79 y comenzaron —al tiempo que las clases— a invadirme pulsiones encontradas, muy distintas de las de mis extraños compañeros, desabridos, ariscos, dominados —dentro y fuera de clase— por aquella atracción incipiente por las chicas ajena para mí, desconocida. Fue en verdad el primer aldabonazo de la vida en mi puerta. Pronto pude entrever —ellos mismos debieron de notarlo, incluso antes que yo— por qué esa llama no prendía en mí: mis sentimientos y deseos parecían ir más bien en dirección contraria. Y llegaron las risitas, las pullas, los insultos susurrados, la vergüenza en las duchas, tras las clases de gimnasia... No cabía duda, yo era diferente y —a sus ojos— algo así como un paria, alguien sólo a medias soportable. El amor no tardaría en añadir exilio y amargura al triste panorama de esos años.