Antes de todo esto mi hermano Samuel entraba y salía. Aunque no tuviera trabajo no paraba en todo el día. Quedaba con sus amigos, iba a conciertos y asistía a conferencias, participaba en movilizaciones de todo tipo. Yo le avisaba cada vez que en el supermercado quedaba vacante una plaza de reponedor, pero él decía que no pensaba participar en el sistema capitalista alienante. Siempre decía alienante. Su contribución a nuestra economía consistía en recorrer las tiendas del barrio a la hora del cierre para recoger la comida a punto de caducar que las normas sanitarias obligaban a tirar a la basura. Él me detallaba las cifras del desperdicio de alimentos, y la verdad es que son tremendas.

No tienen ningún sentido que haya tanta gente pasando hambre en el mundo y que la perversión del sistema produzca comida para tirar. Yo con eso estaba de acuerdo, pero aun así me resistía a comer cosas a punto de caducar. Me daba cosa, casi asco, aunque sabía que esos productos eran perfectamente comestibles. La abuela nos había enseñado a alimentarnos bien, cosas sencillas y básicas pero nunca recogidas de la basura. A mí, comer de la basura no me entraba en la cabeza. Mi hermano me decía que mis escrúpulos no tenían ningún sentido, que si los alimentos estaban bien, ¿por qué los teníamos que descartar para gastar dinero comprando otros iguales?

Que recoger comida a punto de ser tirada no era distinto de cogerla de las estanterías. Su razonamiento era lógico, estaba de acuerdo con sus principios. Nuestra abuela, que besaba el pan cuando se caía al suelo, también nos había enseñado a no tirar la comida, pero no pude quitarme las manías, me daba la sensación de que si empezaba a alimentarme de los contenedores me sentiría como rebajada, como si me hubieran limado un poco la dignidad.

Mi hermano tenía un nombre para todas las cosas que hacía. En este caso me contó que recoger comida de la basura era freeganismo y que se trataba de una práctica habitual en ciudades como Nueva York. Que el mercado capitalista explotador (alienante, claro) estaba pensado para producir y producir agotando los recursos de la Tierra mientras se aprovechaba de la fuerza de trabajo de personas como yo.

Mi hermano, por supuesto, estaba muy preocupado por el medioambiente y las consecuencias desastrosas que tiene la acción humana sobre el planeta. Nos lo estamos cargando, me decía cada vez que entraba en la cocina y cambiaba de sitio los envases que yo no había clasificado bien, agotada como estaba con el piiip piiip de la caja metido en la cabeza. Si hubiera tenido dinero para pagarse el viaje se habría ido a Madrid cuando vino Greta Thunberg. Él y todos sus amigos ecologistas la seguían con fervor, como si de una estrella de rock se tratara o de una profeta que salvaría el mundo. Yo, la verdad es que no estaba muy al día, dentro del supermercado Greta quedaba un poco lejos.

Justo antes de la pandemia el ecologismo era la principal preocupación de mi hermano. Me hablaba de decrecimiento, de vida slow, de zero waste y ocupaba buena parte de su tiempo en pensar formas de generar menos residuos. Quería que comprara los productos que no podíamos recoger de la basura a granel, en unas tiendas ecopijas que hay en Gràcia, y con este tema tuvimos muchas discusiones.

Porque el objetivo de comprar a granel era generar menos envases, pero yo me sabía de memoria los precios del súper (los de las cosas que mi hermano decía que flotaban en petróleo) y los de las tiendas no contaminantes eran más elevados. Y eso que no tenían el gasto de los envases, pero como a la gente le preocupa tanto el medioambiente, los emprendedores de este tipo de establecimientos no tienen problema alguno en sacar provecho de la conciencia medioambiental de sus clientes. Yo le había dicho a mi hermano que eso también era una explotación capitalista pero no quería verlo, puede que porque en este caso la alienada era yo, que habría tenido que pagar un dinero que no me sobraba para salvar el planeta.

Justo antes de que se decretara el confinamiento, mi hermano fue diagnosticado de covid-19. Aunque se resistía a ir al médico y seguía diciendo que todo era una exageración, se asustó mucho el día que empezó a notar que se ahogaba.

Por suerte, el suyo fue un caso leve, pero a partir de entonces, para no contagiarme, tuvo que quedarse en su habitación. Desde ese momento estuvo completamente aislado. Yo le dejaba una bandeja con comida delante de la puerta y me apartaba cuando salía a recogerla. Y un poco era como tener un prisionero en casa.

Mañana, capítulo 3.

MOTIVACIÓN