No hay más que salir a la calle por alguno de los barrios más populares de la ciudad: el Carmen, Vistabella, San Antón, para verlos. En las plazas y jardines, a la puerta de sus bares, aglutinados en las aceras, en la cola del supermercado, en su mayoría hombres jóvenes subsaharianos, también algo de población magrebí, pocos latinos en este caso.

Durante estos días, a la par que las protestas en numerosas ciudades americanas iban tomando fuerza por el asesinato de George Floyd, que después se ha ido extendido por otras ciudades europeas, incluida Murcia, esta gente se hace más visible a nuestros ojos. Se los ve muy temprano, antes de salir el sol, vestidos para la faena. Esperan en los lugares concertados a que lleguen los furgones que los llevarán a trabajar a cualquier campo en el que necesitan su mano de obra barata. Llegará un capataz «tú, tú y tú, subid»; el resto seguirá esperando al siguiente. Son personas sin papeles, no firmarán ningún contrato y, al amparo de la temporalidad y contingencia de las tareas que van a desarrollar, se les pagará menos del mínimo establecido, y ellos aceptarán sin rechistar, la necesidad aprieta. Los explotadores para los que trabajan no tendrán un ápice de mala conciencia, dormirán tranquilos, porque les han dado el trabajo que buscan y gracias a ellos podrán pagar el alquiler de un piso barato que compartirán con varios compatriotas, y aún ahorrarán algo para mandar a sus familias en sus países de origen. Los festivos saldrán a la calle para ver a sus colegas, para charlar un rato, para tomar algo, poca cosa; hasta nosotros llegan sus potentes voces africanas, extrañamos sus diferentes lenguas, suajili, hausa, yoruba, árabe, que ya empiezan a sernos familiares.

Es curioso, no nos mezclamos con ellos aunque compartamos los mismos lugares, vivimos mundos diferentes, equidistantes, paralelos; podemos vernos, sí, podemos observarnos, pero con disimulo, como si no estuviéramos ahí, en el mismo lugar, en la misma calle, en el mismo supermercado, dos bancos más allá en el parque.

¿Y qué ocurre con las mujeres migrantes? Pocas de ellas se arriesgan a una aventura semejante y a tan largo y difícil viaje a través de África hasta llegar a Europa, porque a las amenazas de una geografía plagada de peligros hay que sumar la violencia sexual que seguro sufrirán durante el trayecto, y esa violencia tiene un mensaje para ellas: «Este es el resultado, el castigo, si desoyes los mandatos patriarcales». Aspirar a la autonomía las señala como aptas para ser violentadas.

Cuando llegan, suelen dedicarse a actividades invisibilizadas, informales y precarias, superando, seguro, la precariedad de sus compatriotas varones. Suelen dedicarse al trabajo doméstico, al cuidado de nuestros hijos y de nuestros mayores; muchas de ellas, al igual que los hombres migrantes, vienen a trabajar para campañas concretas de recolección agrícola, como es el caso de las temporeras de la fresa de Huelva o a las explotaciones del Mar Menor. En su mayor parte, llegan desde Marruecos y desde los países del Este, muy pocas del África subsahariana. Su condición de mujer las hace mucho más vulnerables, susceptibles de vejaciones y abusos por parte de sus empleadores y de los mismos compañeros, algo que, hasta el momento, ninguna institución ni ONG española ha podido llevar hasta sus últimas consecuencias por la falta de denuncia de las víctimas. ¿Será que temen las represalias o que no las vuelvan a contratar? Otras, buscando nuevas oportunidades vitales, engañadas con promesas de trabajo, caen en la trata o la explotación de los proxenetas, son secuestradas y encerradas en prostíbulos de los que es difícil escapar.

¿Y por qué vienen? ¿Por qué cruzan medio mundo hasta llegar a Europa para sufrir explotación, pasar calamidades, experimentar el rechazo y la xenofobia de 'la gente blanca' que los acusa que llevarse las subvenciones, de quitarles su pan y su trabajo, como quieren hacernos creer los populistas de extrema derecha? Pero no, no vienen a quitarnos nada, vienen a tomar lo que nosotros no queremos, a recoger la inmundicia que nosotros vamos dejando en el camino, nuestros desechos.

Estos hombres y mujeres jóvenes, llenos de ilusión, de esperanza, un día emprendieron un largo viaje huyendo de países sumidos en la miseria, en guerra, empobrecidos, cuyos gobernantes corruptos venden a sus pueblos por diamantes o una mina de coltán; escapan de territorios donde la vida humana no vale nada, mucho menos la de las mujeres; escapan de la muerte que continuamente les acecha, desprotegidos por instituciones putrefactas. Para llegar hasta aquí tuvieron que atravesar selvas, desiertos interminables, montañas y sierras, cruzar peligrosos mares, sufrir agresiones de todo tipo, engaño, saltar vallas infranqueables llenas de objetos cortantes; dormir muchas noches a la intemperie, a merced del frío, la lluvia, de monstruos, de abusos; de hecho, muchos de ellos y ellas quedaron en el camino y no consiguieron llegar.

Delante nuestro, camina una mujer ataviada con su traje de colores vivos, y a su espalda, envuelto en un pañuelo, se acurruca un bebé de tez oscura que nos mira fijamente interrogándonos y, por un momento, el muro que nos separa de esta gente se torna traslúcido, poroso, se agrieta, porque la franqueza de esos ojos inocentes que nos miran se nos clava en el corazón, y entonces constatamos lo que ya sabíamos, que son personas como nosotros que únicamente buscan un lugar mejor donde vivir, donde trabajar, donde criar a sus familias; sueñan con Europa, la tierra de los derechos humanos, de la igualdad entre hombres y mujeres, de las oportunidades, en lugar en el que aunque haya indeseables empresarios que los explotan, proxenetas que las degradan, siempre tendrán una oportunidad de reivindicarse, de reclamar sus derechos; la tierra en la que, con un poco de suerte y de justicia, encontrarán amparo, acogida, un lugar donde vivir en paz? o no.