Hay una inercia en la necesidad del abrazo.

Como una gran bola de nieve que baja cogiendo fuerza desde la cuarentena y que no se puede frenar. Hemos podido ponernos de puntillas sobre el precipicio, con el miedo y la responsabilidad luchando con todas sus armas para no dar un beso, la mano, un abrazo. Tremenda sensación muchas veces al volver a ver a alguien, haber conseguido pararse justo antes de un acantilado y poder sostener la mirada al saludarse sin nada más. Pero la bola de nieve sigue agrandándose. La inercia que arrastra es de generaciones y no hay nueva normalidad posible hasta al menos mil años sin abrazos y esto se antoja imposible. En los últimos días nos hemos dado la mano y nos hemos abrazado. Vencidos. Y el miedo no ha pasado. Y la responsabilidad tampoco. Es complicado de explicar.

En el fondo del acto reflejo de no hacer lo que debemos y abrazarnos o darnos la mano está, encima, además, que ese abrazo y apretón de manos, ese beso, es mucho más que el de antes de todo esto. Lo es. Porque implica un riesgo que se toma sólo por el hecho de hacerlo. Es una carga adicional de lo que ya representa la acción de abrazar o dar la mano. Qué pijo? ven aquí, dame un abrazo. Recaída en el cariño. Si nos lavamos las manos cien veces al día y llevamos mascarilla cuando estamos en lugares cerrados o con mucha gente, nos damos un abrazo como el que se pide un martes una napolitana de chocolate calentica con el segundo café de la mañana. Y es que esas cosas nos gustan en esta columna por encima de todas las cosas. Hemos convertido la monotonía del abrazo y dar la mano en una napolitana de chocolate inesperada, en una cena improvisada un día entre semana, en comprarse unas gafas de sol arriesgadas un día que llegabas pronto a la cita.

Es la confirmación de la teoría de la vida. Queremos lo que no tenemos siempre. Grosso modo, en eso se basa todo. Es como la tela de araña de la libertad. Si no podemos abrazarnos los abrazos mejoran. Si no podemos saludarnos, queremos saludarnos más. Y encima nos han metido casi tres meses de vernos en pantallas y en mensajes de texto. En la bolsa de las emociones los abrazos ahora valen más. La inflación del saludo ha devorado economías del hasta luego.

Como las sonrisas tras la mascarilla y el desarrollo obligado que hemos ejercitado para saber qué transmitimos con media cara oculta. Hay que llevar la sonrisa hasta la sien para que sepan que te ríes. Y esto, tampoco es malo. Intuir siempre nos gustó más a esta mitad del mundo. Intuir una sonrisa es belleza, amigos. O quizás es que también somos muy de ver el vaso medio lleno y sacarle jugo hasta a las sonrisas con mascarilla. Estoy deseando ver a James Bond lavarse las manos con mascarilla mientras saluda a Moneypenny con algún chascarrillo demodé que genere hilos de twitter.

En resumen, que todo sigue. Un abrazo grande, y buen domingo. Vale.