Hay jóvenes excelentemente educados, bien formados humana y profesionalmente, responsables, respetuosos, coherentes, sacrificados, solidarios, que saben adaptarse a las normas, cumplir y acatar las reglas y ajustarse a las condiciones en cada situación y en cada momento, por duro que sea. Jóvenes que saben encauzar su natural rebeldía hacia la práctica de deportes, de aficiones y de actividades de ocio y culturales enriquecedoras para su trayectoria vital. También los hay que no son nada de lo anteriormente dicho y otros, inconscientes, que esconden sus múltiples virtudes y se arrugan ante la masa, ante el grupo. Jóvenes que no han aprendido a decir que no cuando toca decir no.

Una sociedad que tiende a generalizar, a homogeneizarlo todo, a meternos a todos en el mismo saco suele referirse en demasiadas ocasiones a los jóvenes de forma despectiva por su irresponsabilidad, su pasotismo y su voluntaria inconciencia, por cerrar los ojos a una realidad de esfuerzos y compromisos, frente al triunfo fácil y gratuito, al dame todo lo que quiero y más y al hago lo que me da la gana, porque yo lo valgo.

Es injusto para los jóvenes valientes y decididos, para los que van contracorriente y no se dejan arrastrar por la ola de moda, que hablemos de la juventud como si de un mal sin remedio se tratara. Porque son precisamente ellos los que pueden y tienen que aportar toda su valentía, todo su ingenio y toda su capacidad para abordar las tremendas cuestas arriba que nos esperan en esta impredecible e incierta desescalada, que solo acaba de empezar y que promete ser larga.

Hemos dado el primer paso hacia lo que hemos bautizado con el eufemismo de nueva normalidad, cuando lo que nos espera en las próximas semanas y en los próximos meses no tiene nada de normal.

Buena parte del tiempo permanecemos inconscientes ante lo que estamos viviendo, quizá por la necesidad de seguir hacia adelante con el mejor ánimo y porque el lamento puede aliviar un momento,pero no construye nada ni conviene recrearse en él. Hay instantes, como flashes, que son un jarro de agua fría, un golpe de realidad, un impulso de vértigo, que se destapa con pequeños detalles, con escenas aparentemente insignificantes e intrascendentes, pero que evidencian que no va a ser fácil y que debemos ir acostumbrándonos a la vida con y después del coronavirus. Se queda muy corto decir que es raro ver a Matías Prats en un plató de televisión frente a Roberto Leal separados por una barrera virtual de un inmenso metro y medio, que les impide estrechar la mano. O más impactante es que, de repente, uno se sorprenda sentado en su casa y llevándose la mano a la barbilla ante la intensa sensación de que lleva una molesta mascarilla puesta, para descubrir su cara y su mentón completamente libres y despejados.

Ridículas minucias ante lo que deben estar pasando quienes han perdido a los suyos y los que siguen batallando contra lo que parece irremediable. O quienes miran hacia un presente y un futuro que se presenta negro oscuro.

La apertura, aunque parcialmente, de los bares y comercios esta semana ha supuesto un alivio, sobre todo, después de tantos días encerrados y repletos de malísimas noticias. También para los hosteleros, que si bien no van a hacer su agosto ni ahora ni en agosto, saben que menos es nada. Es estupendo poder ver a uno o varios amigos en una terraza o, simplemente, pararse a saborear una caña bien tirada en tu bar de siempre. Para lo que no estamos es para muchas fiestas ni celebraciones y aún menos para saltarnos a la torera las indicaciones que nos marcan para evitar el contagio por Covid-19.

El primer día de la fase 1 se contabilizaron 21 multas en Cartagena por saltarse las medidas del estado se alarma. Al día siguiente, se pusieron otras 33 sanciones similares, aunque no todas tenían una relación directa con locales de hostelería. Todos los que no vivimos retirados en lo alto de una montaña hemos visto las fotos y los vídeos de bares de Cartagena a rebosar, en los que los clientes se comportaban irresponsablemente. Y, ¿cómo no? una vez más fuimos ejemplo de lo que no se debe hacer para las cadenas de televisión nacionales.

La mayoría de los que aparecen en esos vídeos de nuestra vergüenza son jóvenes, pero no de los primeros que he descrito en estas líneas, sino de los segundos o los terceros. Jóvenes que no miden ni analizan el daño que nos pueden hacer con su actitud, que en época de coronavirus se traduce en muerte y dolor. Jóvenes peleados con el mundo, que no hacen caso de nada y de nadie. Jóvenes vanidosos, egoístas, que se miran demasiado el ombligo, para los que el mundo gira alrededor de ellos. Jóvenes sin normas ni formas, consentidos, irresponsables y desagradecidos, a los que no les importa nada más allá de lo que tienen ante sus narices y, en ocasiones, ni siquiera eso.

Nos escandalizamos y nos damos golpes de pecho ante su comportamiento grave e imprudente, irrespetuoso y arriesgado, desafiante y retador. Pero esos jóvenes no han caído del cielo ni han salido del infierno. Son nuestros, de aquí y los hemos criado y creado nosotros. Hemos alimentado a los monstruos que ahora nos asustan, se han vuelto imprevisibles e incontrolables. Se han vuelto en nuestra contra. Tal vez es que el Covid-19 no es el único virus que acecha a nuestra sociedad, a la que también afectan otros males tan o más peligrosos y contagiosos.

Personalmente, para no perder la esperanza, prefiero quedarme con los jóvenes sensatos y responsables y pensar que son mayoría, aunque los otros hagan más ruido. Me quedo con los primeros jóvenes, porque ellos son el mejor fármaco, el mejor antídoto y la mejor vacuna contra cualquier veneno que nos amenaza. También contra el coronavirus.

Ánimo y suerte, confiamos en vosotros.