Los primeros en ser desescalados fueron aquellos que más se habían aventurado en las calles de algunos pueblos e incluso de algunas ciudades de todo el mundo. Los jabalís dejaron de ajetrear las calles de Barcelona, el zorro cangrejero no deambuló más por las zonas residenciales de Bogotá, solo quedaron fotos de los osos hormigueros gigantes en Misiones, o de los leones marinos que tertuliaban tumbados en las calles de Mar del Plata. Algunas manadas de leones que tomaban el sol en Sudáfrica volvieron a esconderse en el Parque Nacional Kruger, y muchos creyeron haber soñado la imagen de pingüinos paseando por las aceras de Ciudad del Cabo o por las playas de Miramar en Buenos Aires.

Las tortugas que habían redescubierto tantas playas del mundo, los delfines batiéndose en retirada, los famosos peces de Venecia, toros azules en la India, los ciervos Sika en la ciudad japonesa de Nara, el coyote que fatigaba las empinadas cuestas de Nob Hill en San Francisco, el puma de Santiago de Chile, los pavos reales de Madrid, o los carpinchos de Necochea. La fase cero de la desescalada se los llevó a todos.

La fase 1 se llevó el canto de los pájaros de muchos barrios. Se retiraron las plantas que habían empezado a crecer entre las losas de las aceras o las grietas de hormigón del patio de los colegios. Se desbrozaron los arcos de vegetación que empezaban a tunelear senderos. Se desescaló el verde de muchas plantas silvestres, el color de muchas flores, los aromas del aire. Tan discretamente que casi nadie lo notó, millones de filas de hormigas que aquí y allá cruzaban laboriosas los caminos tuvieron que dejar de hacerlo. Y huyeron también las mariposas que habían empezado a jugar alrededor de los pueblos, o las luciérnagas que imitaban por la noche constelaciones de estrellas cada vez más pobladas en los arbustos.

Con la fase 2 algunos animales que habían vuelto a nacer con facilidad dejaron de hacerlo. El leopardo de las nieves que se había visto en Rusia, después de décadas desaparecido, nunca más se vio. Y gorilas, osos polares, rinocerontes blancos, elefantes, osos panda, el tigre de Amoy o los leopardos de Arabia fueron solo algunos de los ejemplos más espectaculares de las más de 28.000 especies que caían de nuevo, a golpe de desescalada, en peligro de extinción.

La fase 3 se llevó el aire. Las emisiones de dióxido de nitrógeno y de carbono repoblaron la atmósfera.

El agujero en el ozono del ártico se abrió de nuevo y el moho de la contaminación creció otra vez sobre las ciudades. El monte Kenia, el segundo pico más alto de África, o las majestuosas montañas del Himalaya no volvieron a verse desde Nairobi ni desde el nordeste de la India. La temperatura regresaba a máximos históricos. Y el espejismo de un planeta sin calentamiento global también se esfumó.

Llegó por fin la fase 4. Las calles se llenaron de gente, las carreteras de coches, el mar de barcos, el cielo de aviones. Y hasta el tiempo y el espacio se replegaron ante el empuje de la desescalada. El mero espacio vacío y abierto se fue cerrando a medida que se llenaba otra vez de personas y de cosas. Y también el tiempo huía, veloz como otro animal amenazado, a medida que la desescalada lo llenaba de acontecimientos vertiginosos.

Fueron unos meses. Nada. Un parpadeo en la historia de la humanidad. Pero un parpadeo durante el que se vislumbró lo que pudo haber sido y no fue. Después de esos meses, el ser humano le puso la etiqueta de ‘nueva’ y volvió a eso que llamaba ‘normalidad’. No habría que esperar mucho antes de que la historia parpadeara de nuevo. Y solo un poco más hasta que cerrara los ojos del todo.