Murcia, 30 de abril

Ya tenemos cuatro fases para un regreso que vamos conociendo poco a poco. Cada una de ellas cuenta con una legión de personas expertas que saben lo que hay que hacer y lo que no. Mejor dicho, pontifican sobre lo correcto y lo incorrecto. Ya sea Pablo Motos o la influencer más crecida en este tiempo en el que todos somos capaces de lucir el diploma de doctorado en virología en las paredes de nuestros muros virtuales.

Opiniones para todos los gustos. Que si son estrictas o permisivas. Que si violan derechos fundamentales o son ejemplo de tolerancia. Que si están dictadas sin orden y concierto o perfectamente programadas. Todos llevamos un epidemiólogo dentro y no lo sabíamos. Cuántas vacunas se han gastado nuestros responsables sanitarios, cuando tan solo bastaba con despertar a ese doctor, a esa doctora, que andaba escondida en nuestro otro yo.

Nos permitimos descalificar al ministro Salvador Illa porque un filósofo no puede estar al frente del ministerio de Sanidad, justo ahora que por una vez tenemos a un político que transmite serenidad, cordura y sensatez, que no rehúye asunto alguno sin entrar en el juego de los tortazos dialécticos a los que son tan aficionados quienes carecen de argumentos.

Es como comparar la actitud o el talante de Ángel Gabilondo frente a Isabel Díaz Ayuso ante la respuesta a la pandemia en Madrid. Por cierto, me viene a la memoria lo que pasó hace unos años en la Universidad de Murcia, cuando una multinacional informática quiso poner sus tentáculos en candidatos y buscaba dos tipos de perfiles: matemáticos y filósofos. Quería personas capaces de tener bien estructurada su mente. Las competencias técnicas más específicas ya las aportaría la compañía. Juzguen ustedes.

Con qué atrevimiento nos lanzamos a desacreditar a quien tenemos enfrente. Todos acarreamos en nuestro interior un cuñado experto e infalible, un entrenador nacional que ríete tú de Vicente del Bosque, un mindundi, vamos. Aquí machacamos al rival con la misma ligereza que defendemos una cosa y la contraria, sin inmutarnos un pelo. Sabemos lo que tienen que hacer los otros. Somos expertos en el diagnóstico, la prescripción y el tratamiento. Eso sí, de los demás. Que nadie venga a decirnos lo que tenemos que hacer, vamos, ni lo que podría ser más conveniente o adecuado a partir de experiencias pasadas. O que probemos un camino y, tras el posterior análisis, se determine la conveniencia o no de continuar la ruta.

Por eso me doy cuenta, cada vez más, que cada vez sé menos. Que sirve de poco expresar mi opinión y tomar una decisión por mucho que analice los pros y los contras, que evalúe las ventajas e inconvenientes o que aderece los contextos con cierta pizca de incredulidad. Tengo que dejarme llevar por el primer ingeniero de Caminos, Canales y Puertos que se cruce en mi vida, en mi red social o en la escalera de mi piso.

O del primer abogado en secano, que diría mi abuela Josefa, porque reconozco que soy un ignorante de la vida, un pardillo, un piltrafilla… Me pierdo ante tal sabiduría por no hacerle caso a los expertos en inteligencia artificial de saldo, esos que clamaban hace unos días para poder a salir a correr y ahora creen que la desescalada es una estrategia del Gobierno social-comunista para rematarnos a todos. Cuanto menos sé, más feliz.