Dos semanas en estado de alarma. El aislamiento y la distancia social han recorrido en este tiempo el extraño camino que va de la actitud indeseable a la virtud ciudadana. Desde casa hasta la jefatura hay mil ochocientos metros. Veinticuatro minutos caminando, ocho en bicicleta. Hasta hace un par de semanas coincidía en ese camino con una multitud de añorados desconocidos. Hoy sólo me cruzo con tres o cuatro personas que se separan un par de metros y vuelven la cara al pasar junto a mí. Supongo que yo hago algo parecido.

Consultar la información meteorológica empieza a ser un ejercicio de masoquismo y lo será más aún durante las próximas semanas, cuando la luz y el olor a flores reboten desorientados en las calles vacías. Tiempo de primavera, sensaciones de otoño. Creo que si Vivaldi hubiera podido imaginarse esto, habría cambiado algunas notas de sitio.

En el trabajo, lo excepcional se ha convertido en rutina. Me he acostumbrado a cruzarme con personas enmascaradas por los pasillos. Nos entregamos papeles dejándolos sobre una mesa neutral. No hay tráfico en las calles y los coches patrulla avanzan solitarios, con lentitud silenciosa y solemne; como si exploraran el fondo del océano.

Los agentes entran en los coches armados con mascarilla, guantes y pulverizadores con solución desinfectante. El olor a lejía como amuleto para ahuyentar al monstruo. El servicio finaliza cuando consigues llegar a casa a salvo, sabiendo que no llevas contigo al enemigo.

Mantenemos la presencia en la calle. Se pierde la cuenta de los días. Una misma jornada continua separada por horas de confinamiento en casa. Todos los días tienen el sabor crudo de los lunes. El calendario es una cuenta atrás hacia un día que aún desconocemos, pero que hemos imaginado decenas de veces.

Al final de un turno, varios coches uniformados se acercan a un hospital para rendir homenaje a nuestros admirados profesionales sanitarios. Una fila de batas blancas frente a otra de uniformes azules. Aplausos a tres metros de distancia. Rostros cansados, labios apretados, ojos líquidos. Emociones necesarias para recargar la energía del compromiso.

Viernes. Policías de distintos cuerpos y personal de emergencias despiden con una formación improvisada al teniente coronel de la Guardia Civil Jesús Gayoso. Durante un instante, el débil zumbido de los rotores luminosos de los vehículos es el único sonido audible. El fallecido contrajo el virus sirviendo en primera línea durante los primeros brotes de la epidemia. Las luces giratorias se reflejan en los ojos brillantes de los policías y los guardias, que aprietan la mandíbula para sujetar la emoción. Conozco esas miradas y me hacen sentirme orgulloso de la profesión que he elegido. Impacientes por secarse las lágrimas y regresar a la batalla.

Recorro las calles vacías de regreso a casa. Paso junto a establecimientos cerrados, carteles de conciertos y espectáculos que no se celebrarán, bulevares desiertos, patios de colegio donde en cualquier momento volverá a crecer la hierba.

Las videoconferencias complementan a las llamadas. Satisfacen la necesidad de observar los rostros y los gestos. Intentamos descifrar el lenguaje verbal para saber si nuestra gente están bien, más allá de lo que digan las palabras. Agudizamos sentidos adormecidos. Los receptores emocionales permanecen muy abiertos. Exploramos rincones interiores levantando la penumbra para mirar debajo.

En mi pequeña ciudad castellana, mis hermanas se turnan para llevar la compra a mis padres. Dejan las bolsas en la puerta y se despiden de ellos a cuatro metros de distancia. La profilaxis, tan necesaria, es un muro para las emociones. Las mascarillas no permiten simular un beso ni interpretar una sonrisa. Los guantes de látex no se hicieron para cogerse de la mano.

Paso las tardes en casa. Leyendo, escribiendo, viendo series, cosechando algunas derrotas frente a un tablero de ajedrez en cuyo extremo se sienta uno de mis hijos. La guitarra de su hermano suena incansable en la habitación de al lado. Su madre se acerca, observa las piezas sobre el tablero, sonríe y anima a mi rival a darme una paliza. La vida fluye con un ritmo diferente, pero no está detenida.

La información es omnipresente. Los periodistas siguen al pie del cañón, haciendo un trabajo que es siempre esencial aunque pocas veces reparemos en ello. De vez en cuando aparece en los medios alguna noticia esperanzadora. Mínima aún. Tan frágil que casi no te atreves a leerla por si pudiera borrarse en un nuevo contacto con los ojos. Entre tanto, me imagino que en algún lugar hay un tipo con barba y gafas y bata blanca, al que quizá llamaran empollón en el colegio, y que ahora inclina la cabeza sobre un microscopio. Y de repente ríe, salta y baila con una probeta en la mano, levantando mucho las rodillas y dando vueltas en círculo mientras grita ¡Eureka!

Mientras tanto, aumenta la intensidad de las medidas de confinamiento.

Aumentamos el esfuerzo.

No hay problema. Llegaremos antes a la meta.

Seguimos.