Estoy de acuerdo con los que dicen que «no ser feminista hoy es totalmente estúpido». Si ser feminista es defender la igualdad de derechos de la mujer con respecto al hombre, lo soy. Mientras las mujeres sigan sufriendo acoso laboral, precariedad, violencia machista o discriminación salarial será necesario apoyar sus reivindicaciones. Ahora bien, ya no tengo tan claro que sea el movimiento feminista el mejor defensor de las mujeres.

Hay que reconocer que a las feministas nunca se les ha hecho mucho caso, ni siquiera en la tradición de los partidos de izquierda, y tienen motivos de sobra para sentirse furiosas, pero ahora se están convirtiendo en un movimiento antipático por sectario, dogmático y prepotente. Es estúpido pensar que las mujeres no son iguales en derechos o que no hay condiciones sociales que las perjudican, pero también lo es pretender descalificar como machista o patriarcal cualquier opinión que se salga de su ortodoxia. Es muy difícil reconocerse en la realidad que describen, como si quisieran hacernos creer que nada ha cambiado para ellas en el último siglo, es decir, como si la democracia construida por todos no hubiera mitigado las desigualdades. Cuando el feminismo convierte a las mujeres en víctimas las debilita.

Las mujeres son diferentes. Ni mejores ni peores (aunque a menudo tenga la tentación de creerlas mejores). Diferentes. Tanto como cada uno lo es individualmente. Quizá porque su cuerpo es diferente y, por lo tanto, su forma de estar en la vida. A veces más débiles, otras más fuertes. Si algo he aprendido de mi trato con ellas es no pretender entenderlas. Lo seguiré intentando, pero ya con la certeza de que no lo conseguiré del todo. Hay un abismo entre ellas y nosotros, y aceptarlo debería conducirnos a dos cosas: respetarlas y, sobre todo, amarlas. Cada uno como pueda.

Porque más allá de ese abismo, es más importante lo que nos une: el mismo dolor cuando nos sentimos solos, parecidas dificultades para lidiar con nuestro cuerpo, la necesidad de ser amados, el miedo a que nos juzguen, la humillación por el desprecio de los fuertes, la búsqueda de la felicidad. Ese abismo en el que todos caemos y del que pugnamos por escapar nos iguala a todos. Allí solo vale nuestra condición de personas, cada uno con sus armas, las mismas para hombres y mujeres, aunque repartidas desigualmente porque también la sociedad nos hace diferentes.

¿Pero a quién le gusta el rol que nos imponen? El feminismo es la libertad de elegir y las mujeres ya la tienen.