Tengo una amigo norteamericano que animó (más bien obligó) a un hijo que no destacaba especialmente por su brillantez en los estudios (más bien al contrario) a que pasara un verano trabajando como limpiador en un hotel de un pequeño pueblo de montaña en el Estado norteamericano de Dakota del Sur. El hijo de mi amigo contaba después que casi todos en el pueblo tenían algún tipo de refugio en el que cada familia acumulaba comida para más de un año y armas para pertrechar un pelotón. Los lugareños estaban convencidos de que algún momento el Gobierno Federal intentaría arrebatarles sus armas y ellos no tendrían más remedio que confrontarles con sus propios recursos. La constante evocación del asalto a la comuna de Waco por parte de un escuadrón de la ATF, organismo que combate el tráfico ilegal del Alcohol, el Tabaco y las Armas de Fuego, y el trágico final del episodio alimenta las paranoias de una parte de la población norteamericana que desconfía por principio del Gobierno Federal.

Pero lo de los refugios con alimentos y armas no es exclusivo de los que desconfían del Gobierno. Existe todo un movimiento de 'preparadistas' o de 'los que están preparados' que, como su denominación revela, se preparan para una catástrofe mundial que destruya los Gobiernos y las sociedades, elimine la civilización tal como la conocemos y obligue a cada uno velar por su propio pellejo y el de su familia. La acumulación de armas es obligada, según los 'preparadistas', porque, llegado el momento, tendrán que defender sus provisiones vitales para sobrevivir al desesperado ataque de aquellos que no hicieron nada para estar preparados e intentarán arrebatarles sus preciadas posesiones. Es el cuento de la cigarra y la hormiga en versión paranoide. Y también es cierto que cualquier excusa es buena para justificar la acumulación de un arsenal por parte de estos fervientes amantes de las armas.

¿Cuáles son las catástrofes naturales que soportan los temores para que esta gente construya sus refugios bunkerizados? Pues son variadas y, como el miedo es libre, cada uno se imagina la catástrofe que le inspira más terror y le motiva más a construirse su refugio. La moda en realidad nació a partir del temor al desarrollo de armas nucleares y la carrera armamentística entre Estados Unidos y la URSS durante la guerra fría. La potencia destructiva de las armas atómicas motivó que muchos norteamericanos convirtieran en un búnker antinuclear los sótanos de sus casas en los idílicos suburbios. Ni que decir tiene que esta moda se fue extinguiendo con los tratados de limitación de armamentos y el colapso definitivo de la Unión Soviética. Pero si hay algo que no escasee en este mundo son las predicciones apocalípticas de cualquier tenor. Cuando no es la bomba atómica es el colapso financiero o una hiperinflación galopante que reduzca a cero el valor del dinero y la consiguiente vuelta a la economía de trueque. El choque con un meteorito o un nuevo diluvio universal también son catástrofes que a algunos preparadistas les motivan especialmente. Para los aficionados a la ciencia ficción no faltan argumentos creíbles que alimenten temores catastrofistas: choque de planetas, invasiones extraterrestres o incluso virus procedentes del espacio, que es la base argumental de la extraordinaria novela y película que llevan por título La amenaza de Andrómeda.

La cuestión que atenaza a cualquier persona sensata es si realmente merecerá la pena hacer un esfuerzo real y pagar un coste real para protegerse ante una eventual catástrofe que arrase con el mundo que conocemos y en el que tan pacíficamente vivimos. Cuál es el coste, en definitiva, para estar preparados y decidir si estamos dispuestos a asumirlo.

La tentación opuesta a los que se preparan es, por supuesto, no hacer nada e intentar vivir lo mejor posible en el presente ante la posibilidad de que todo se vaya al carajo. Es la alternativa para la que los catalanes tienen una expresión sonora y pertinente: Folleu, folleu, que el món s'acaba! Optemos por lo que optemos, nuestra percepción de la realidad dependerá también de las creencias religiosas que tengamos, y en definitiva si pensamos que hay otra vida mejor después de la muerte.

¿Y si tenían razón los preparadistas y estamos asistiendo con el maldito coronavirus, técnicamente denominado covid-19, al fin de la civilización como la conocemos? Los mecanismos destructivos están ahí, sin duda, y entre ellos el pánico es el iniciador y el que produce mayores efectos a la larga. El dinero (o más bien los que lo tienen) es temeroso en extremo, aunque en realidad los que poseen un capital de resistencia son los que tienen más posibilidades de aprovecharse de las crisis. Por eso los ricos están sacando su dinero de la Bolsa y comprando oro y bonos del Tesoro norteamericano, los tradicionales refugios de valor. Las Bolsas han tenido la peor semana en diez años porque los accionistas prevén una caída significativa en los resultados empresariales debida la interrupción de la fabricación provocada a su vez por la interrupción de las cadenas de suministro. Cuánto tiempo puede pasar para que el sistema acabe afectando a las economías domésticas es imprevisible por el momento.

Con suerte, esto no será más que otro episodio parecido a la gripe aviar, una amenaza parecida que se cernió también sobre el mundo en el año 2003. A las malas, tendremos una epidemia parecida al sida, que costó muchas vidas y sufrimiento, pero al cabo de los años se ha conseguido superar con antivirales y medicamentos de contención.

Como repetía constantemente un célebre personaje cómico de Saturday Night Live: «Siempre es algo». Y es que siempre es algo, cuando no es una crisis financiera, es una crisis de salud pública. Al final, tendremos que acostumbrarnos a que si no es una cosa, será otra. La vida es cambio y supone un permanente desafío. Entretanto, disfrutar de cada momento de la vida es el secreto para no caer en una destructiva melancolía que no conduce a ninguna parte.